Podemos asegurar -no sin agobio- que Cataluña, hoy, constituye una incertidumbre capital. Surge a poco un soterrado choque social propiciado por quienes se cubren de falso patriotismo para ocultar extravagancias y chanchullos. Las encuestas otorgan al paro y la crisis el liderazgo de preocupación ciudadana. A nuestro prójimo le aflige sobre todo el aspecto pecuniario, lo crematístico, las cosas de comer. Conforman su prioridad. Sin embargo, rascando apenas esa cutícula grosera aparece -hasta en el más mezquino- cierta zozobra cuando evalúa el cercano camino sin retorno que empieza a percibirse. La conformación del país, puesta a debate por algunos nacionalismos exaltados, empieza a presentarse cual jeroglífico inquietante. Quizás se deba no tanto al deterioro económico cuanto a la quiebra de siglos de convivencia. En ocasiones, los pueblos románticos, pasionales, sienten más un divorcio social que las probables torturas financieras.
Nadie niega que el litigio -real o potenciado por políticos irresponsables, cuando no desaprensivos- viene de lejos. La malquerencia pudo iniciarse en mil seiscientos cuarenta a resultas de los desmanes cometidos, al atravesar Cataluña, por el ejército real en su lucha contra Francia durante la Guerra de los Treinta Años. Los catalanes se sublevaron bajo el amparo del rey francés. Fue un acto de asonada soberanista. Felipe IV toleró la independencia de Portugal, pero sometió a Cataluña. Medio siglo más tarde, con motivo de la Guerra de Sucesión, eligieron el bando del Archiduque Carlos. Curiosamente, fueron vencidos por Felipe V, primer rey Borbón (si consiguieran la independencia, completando el azar, lo harían en tiempos de Felipe VI. Prodigioso, ¿no?). Sin embargo, los nacionalistas actuales pretenden legitimar su inexistente identidad nacional en una falsa guerra de la independencia y de un patriota al que homenajean cuando él probablemente no hubiera aceptado semejante servidumbre.
Hasta septiembre de mil novecientos treinta y dos, fecha de la proclamación del Estatuto de Nuria, los catalanes vivían un espíritu nacionalista lúdico, comprensivo, sereno. Con el reconocimiento oficial (otorgado por la Segunda República) de región autónoma, sin concesiones que superaran la barrera integradora, Cataluña empezó una deriva irracional. Tanto que en mil novecientos treinta y cuatro el gobierno republicano ordenó la toma militar de una Generalidad que había promulgado el Estado Catalán. Companys y todo su ejecutivo fue detenido por el general Batet, catalán para más señas. Así terminó la aventura independentista, incluso declarándose estado de la República Federal española.
Reconocido el Estado Autonómico en la Constitución de mil novecientos setenta y ocho, Cataluña ha ido dando pasos progresivos hasta llegar a esta realidad inquietante. Si todas las autonomías superaron la equilibrada acotación competencial poniendo en grave riesgo el concierto nacional, algunas -llamadas históricas- acometen especiales desafíos a la unidad. Ante un autonomismo costoso, desequilibrador, insolidario, independentista, inviable, ninguna sigla (pese al pronunciamiento popular) se atreve a restituir excesos ni derramas económicas. Los políticos priorizan nepotismos, enchufes y sinecuras sobre el expolio fiscal del ciudadano que ha de sufragar tanto dispendio. Se comete así un verdadero fraude, un escamoteo vergonzoso, un desprecio al individuo.
Creo no equivocarme si afirmo, visto el marco que caracteriza a la política española, que nos encontramos en un momento delicado, inadmisible. El nacionalismo excluyente, disgregador, ha vencido con la cooperación reiterada de PSOE y PP. A lo largo de tres décadas, cualquier gobierno central ha ido concediendo -cediendo mejor dicho- competencias inapropiadas. Verbigracia, educación y sanidad. Unos y otros, como consecuencia de una ley electoral desigual, injusta y endeble, fueron necesitando alternativamente del apoyo nacionalista. Se pagaron onerosos peajes que ahora exhiben su rostro dramático. González y Aznar, básicamente, se opusieron al retoque de una ley que privilegia a los nacionalismos sobre los partidos nacionales. Proporcionaba un bipartidismo impune y sin lastres. Cada cual dirimía la situación según sus intereses particulares.
A lo largo de tres décadas, digo, han alimentado un monstruo voraz, insatisfecho siempre. Millones de niños y jóvenes son, fueron, adoctrinados para odiar a España. El objetivo primigenio (ante la orfandad doctrinal del nacionalismo o su armonización en caso de divergencia ideológica) era mantener activos los graneros identitarios, comunes a liberales y marxistas. Un error de cálculo ha obligado a Convergencia y Unión, opuestos al independentismo, a liderar la manifestación arrollados por una muchedumbre ahíta de dogma. Asistimos perplejos a ciertas maniobras arriesgas porque la ponderación que interesaría al señor Mas parece inalcanzable. Al final será víctima de la marabunta y él lo sabe. En el fondo, se despliega una atmósfera de quimera extensiva a todos los colectivos: trabajadores, burgueses, empresarios y financieros.
Cataluña, no sé si por mayoría, pretende disgregarse de España. Nunca lo tuvo tan claro porque jamás la educación fue elemento tan manipulador de la conciencia social. España padecería un retroceso económico porque la división siempre debilita. No obstante, Cataluña sufriría efectos devastadores fuera de las organizaciones internacionales. Ninguna nación acogería un país con ocho millones si tuviera que abandonar otro con casi cuarenta. “La pela es la pela”. Excluyo las empresas, aborígenes y foráneas, que abandonarían la zona como domicilio social; por lo tanto IVA y puestos de trabajo los receptarían otras comunidades.
Sí, Cataluña camina paso a paso a la independencia; es decir, al caos.