Desde hace miles de años, diversas culturas han relacionado la vida con la muerte por medio de distintos rituales.
Quisiera detenerme en la «domesticación del fuego», su producción, transporte y conservación, pues determina la separación definitiva de los paleantrópidos con respecto a sus predecesores zoológicos. El «documento» más antiguo data de Chu-ku-tien (unos 600.000 años antes de Cristo) pero ha debido producirse mucho antes y en muchos lugares diversos.
El hombre prehistórico mata para sobrevivir y establece una relación especial con la de sus víctimas; dar muerte a una fiera cazada o a un animal domesticado equivale a un sacrificio en el que las víctimas son intercambiables. Esta experiencia fundamental se ha conservado a través de los siglos disfrazada en las culturas más diversas. La creencia en una vida más allá de la muerte parece estar demostrada por el uso del ocre rojo, sustitutivo ritual de la sangre, y por ello símbolo de la vida en los cuidados enterramientos del Paleolítico. Y en la costumbre universalmente difundida de espolvorear con ocre rojo los cadáveres.
El emplazamiento de los enterramientos y la colocación de los restos ofrecen indudable testimonio de la esperanza de un renacimiento. Siempre orientados hacia el Este, indican la intención de solidarizar la suerte del alma con el curso del sol. Hay infinidad de mitos entre las religiones más alejadas entre sí. Existen rituales funerarios, objetos simbólicos, dibujos y colores así como la equiparación de las ofrendas “alimento para la muerte”, con el acto sexual. Para los indios kogis de Colombia, la tumba se identifica con el útero de la madre tierra y, por consiguiente, constituyen una simiente que fecunda a la Madre.
Los cazadores primitivos creen que el hombre puede transformarse en animal, por eso cultivan misteriosas relaciones entre una persona y su animal totémico (nagualismo). Los enterramientos de animales son muy curiosos, la colocación de los cráneos y de los huesos largos en lugares elevados tiene un valor ritual; así como ofrecer a los seres supremos un bocado del animal al que se ha dado muerte. Todavía se conserva entre los cazadores modernos el ritual de embadurnar al joven cazador que ha dado muerte a su primera presa con la sangre y las entrañas del animal, al igual que se hace en muchos pueblos primitivos. Si el animal se ha destacado por su fiereza, por su lealtad y su valentía, se le cortan los genitales para ser devorados ritualmente y hacerse con la fuerza del bravo animal. En nuestros días, no pocos toreros, cuando han matado a un toro noble, con casta y que embistió bien, mandan a su mozo de espadas al desolladero para que le traiga las criadillas que cenará esa noche. Esa relación con el toro bravo llega a extremos de un profundo erotismo como han narrado muchos toreros que se han atrevido a hablar de sus experiencias íntimas después de haber leído la descripción que Juan Belmonte hizo de sus noches de lunas, cuando toreaba desnudo y furtivo en las dehesas. Hacer lunas y sentir una profunda identificación con el animal es un tema para iniciados.
La importancia de una idea religiosa arcaica se confirma por su capacidad de sobrevivir en épocas posteriores.
J. C. Gª Fajardo