Disonancias, 3
Es una barbaridad de tamaño colosal comer cerezas en invierno. Las muelas se cristalizan por el frío, salvo que el fruto rojo o sonrosado pase primero por el microondas. Tal vez haya avanzado el arte frigorífico y las cerezas que se ofrecen en las fruterías de pueblos y ciudades españolas procedan de las sabrosas cosechas que ofrecen las laderas de Calatayud o el prodigioso valle del Jerte. De no ser así, el origen de esta fruta con propiedades depurativas está más allá del ecuador, en el hemisferio austral.
No tengo nada contra las cerezas chilenas, porque tengo mucho a favor de Chile sobre todo desde que recuperó la democracia tras la fatídica etapa pinochetina, pinochetista o pinochetuna, que aún no tiene nombre definitivo aquel indecente complot urdido por los intereses económicos de los imperialismos, escudándose en la restauración del orden y la decencia.
Tampoco tengo nada contra las cerezas argentinas, ni contra las sudafricanas, si es que se importan en invierno, tal cual ocurre descaradamente con las chilenas. En todos los casos me parece un disparate mayúsculo la manía de comercializar en España productos hortofrutícolas –de larga estirpe aquí– fuera de temporada.
Puedo entender que a Finlandia lleguen cítricos mediterráneos, porque en aquellas latitudes tal vez no consigan alimentos con suficiente vitamina C. Pero en este país, donde la naturaleza nos dota con privilegios maravillosos en cuestión de delicias vegetales, estimo que la importación de cerezas australes en invierno es un desatino.
Si se tratara de frutas exóticas, que aquí no se producen en todo el año por razones de terreno o clima, podría admitirlo con mayor facilidad. De hecho, podemos comprar en las tiendas del ramo guayabas, kiwis, lichis, mangos, papayas, piñas y otras especialidades difíciles de aclimatar aquí. Pero el ver en las fruterías y supermercados cerezas en invierno me hace levantar las cejas con cierta curvatura de rechazo.
No conozco ningún informe médico ni bromatológico que aconseje comer cerezas en invierno. Tampoco creo que las diversas recetas y dietas adelgazantes las incluyan en sus listados o prescripciones alimentarias. La cereza es rica en vitaminas A, B, C, E y PP, en hierro, calcio, magnesio, potasio y azufre. Todos los componentes se hallan en muchos de los alimentos que están a nuestra disposición durante el invierno sin tener que ir a buscarlos tan lejos. ¿Cuál es entonces la razón por la que las frágiles bolitas rojas o rosáceas tienen que viajar tantísimos kilómetros y cambiar de clima tan de repente?
Lisa y llanamente porque en nuestra sociedad se ha producido un fenómeno de sibaritismo sin fronteras, ajeno a cualquier razonamiento que no sea el beneficio económico de los traficantes del gusto. ¿Cuántos litros de queroseno cuesta desplazar algunas toneladas de cerezas desde el hemisferio sur al hemisferio norte durante la época invernal? ¿Se ha hecho balance sensato de las ventajas e inconvenientes de este mercadeo?
Por supuesto que vivimos en un mundo donde el comercio es fundamental, pero hay ciertos detalles que debieran estar sujetos a reflexión, aunque sean de menor cuantía. O no de tan menor, si consideramos que buena parte de la contaminación atmosférica que ahoga al planeta procede de algunas prácticas comerciales que no se sostienen en sí mismas, como el hecho de que las fruterías españolas –y supongo que también las europeas– ofrezcan a los consumidores cerezas en invierno.
No conozco la respuesta y agradecería que alguien bien informado me la diera para aclarar la duda: ¿se venden cerezas españolas durante el invierno chileno, argentino o sudafricano?; y si es que sí en este último país ¿será para competir con la variedad autóctona Skeena, que admite ser frigorizada?