España es un país de chorizos, un país en el que se venera el trapicheo, se aplaude la trampa y se admite la pillería como una virtud en lugar de como un defecto. España es un país en el que todo vale si se consigue el objetivo, un país en el que se acepta que los poderosos roben, que los poderosos mientan, un país de pandereta que sigue anclado en el pasado por culpa de personajes como Correa y todos los secuaces que bailaron a su son.
Secuaces que pertenecen, en su gran mayoría, al Partido Popular. Advenedizos que se abrazaron al dinero fácil sin contemplaciones, sin cuestiones éticas o morales que resolver, gentes aficionadas al buen vivir que utilizaron sus cargos políticos para trapichear y choricear a su antojo, ante la confiada mirada de sus superiores.
Ahora Rajoy insiste en que el Partido Popular fue utilizado por unos desalmados para enriquecerse, pero no se da cuenta, o no quiere darse cuenta, de que el gran culpable de la trama es él, él y todos los Presidentes territoriales que lo permitieron, porque él debe tener conocimiento de lo que pasa en su partido. Mariano Rajoy, Esperanza Aguirre y Francisco Camps son culpables de corrupción, tal vez no por acción pero sí por dejación en sus funciones, por permitir que subordinados suyos manejaran el dinero público a su antojo.
Porque no podemos olvidar, y de hecho no olvidamos, que todo el dinero que se ha manejado, todo el dinero que formaba parte de la Caja B de las empresas de Correa, todo el dinero que circulaba de mano en mano, y sigo porque el camino es llano, era nuestro, era de los contribuyentes.
Un dinero que se puede desviar de la manera más sencilla. El que hace la ley hace la trampa, y los legisladores autonómicos y municipales involucrados en la trama sabían mejor que nadie, al menos mejor que yo, será que nunca he choriceado, o que nunca he intentado obtener una concesión pública, que las facturas inferiores a 12.000 euros no necesitan salir a concurso público.
Ahí estaba la gallina de los huevos de oro. Bastaba con que las facturas que se presentaban a los consistorios o a las Comunidades Autónomas no excedieran esa cantidad, y así todas las facturas son de once mil y pico euros.
Por lo que se ve no es demasiado complicado el defraudar a los contribuyentes, el utilizar el dinero público para el enriquecimiento privado, para oganizar una trama de corrupción más propia de películas de serie B que de la realidad política de un país.
Lo peor es que este asunto está ahora de moda, pero dentro de poco quedará difuminado por la realidad, que lo engulle todo, y olvidaremos que sucedió, como olvidamos ya el caso Filesa o como casi no nos acordamos de la gripe A, y entonces volverá a suceder, porque «el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla».