Eso decían los vascos, ¡y vaya si los restaurantes de su patria chica servían platos con solidísimo fundamento, gastronomía de verdad y recetas de las de toda la vida! Pero luego llegaron los de la nouvelle cuisine, esa tontuna del París pagano, y las cosas se pusieron feas. Hoy ya no es tan fácil comer bien allí como lo era antes, aunque queden aún, por suerte, muchos cocineros que no han perdido el juicio.
Vasconia está cerca de Francia y fue por esa frontera, y por la catalana, donde las fechorías y felonías de la cocina creativa entraron en nuestro país, se extendieron por él como si fuesen mejillones cebra y devastaron el yantar ibérico.
En la última entrega de este blog me ensañé con Ferrán Adriá y sus secuaces. Hoy, como ven, vuelvo a la carga. Pensarán que estoy obsesionado, y acertarán. Me gusta comer bien, viajo mucho, me veo obligado con frecuencia a saciar el apetito fuera de casa y sufro, por ello, con especial encono los desmanes perpetrados por quienes nos dan nitrógeno, espumas, polvos y aromas por liebre o se dedican a destruir la tortilla de patatas, que debería ser intocable monumento de nuestro patrimonio histórico.
Esos salvajes, por cierto, no dicen destruir, sino deconstruir. ¡Ya hay que ser cursis!
¿Por qué no deconstruyen las cartas de sus restaurantes y los menús de degustación -otra cursilada- que en sus laboratorios ofrecen y reconstruyen las recetas inútilmente perdidas?
El domingo pasado bajé a Badajoz y un buen amigo me aconsejó que cruzase la frontera con Portugal y pidiera asilo gastronómico en la marisquería El Cristo, que está en Elvas, pasado el acueducto, a diez kilómetros de la capital pacense. Un suspiro.
Le hice caso y… ¡Madre mía! Aún estoy tambaleándome. Fue un festín pantagruélico. Rara vez en mi vida he comido más y mejor. Pregúnteselo, si no me creen, a mi mujer y a una de mis hijas, que me acompañaban. Los mariscos -almejas, ostras, navajas, gambas, carabineros de a puño, una centolla (con su changurro) de tamaño descomunal y, encima, una portentosa y centelleante fuente de bacalao dorado- se nos salían no ya por las orejas, sino por las fosas nasales, las pupilas, las yemas de los dedos y todos los poros de la piel.
El lugar, agradabilísimo. El servicio, perfecto. La legión de camareros, educadísima, gentilísima, como lo son siempre los portugueses. ¿Y el precio? ¡Ah, el precio! Pues voy a decírselo: noventa y tres euros, vino, refrescos, entremeses y postres incluidos. En Vandalia, tierra de pícaros, bribones y ladrones, habríamos pagado por eso no menos de cincuenta mil pesetas, y seguramente me quedo corto. Los camareros, por añadidura, y sin recargo alguno, nos habrían tratado como Cruella de Vil trataba a los dálmatas.
Adoro Portugal y maldigo a Felipe II. Si ese gajo de la península Ibérica no se hubiese separado de nosotros, nos habríamos ahorrado, entre otras cosas, unas cuantas guerras civiles. En ese maravilloso país, que lo sigue siendo, se ha refugiado hoy lo que queda de la no menos maravillosa España que en otros tiempos, infinitamente peores, conocí.
Había en El Cristo, eso sí, un verdadero gentío, de nacionalidad española, mayormente. Tuve que hacer cola. Es lógico. Si yo viviera en Badajoz, me iría todos los días a comer allí. Hágalo también Ferrán Adriá, al menos una vez, y cuéntemelo luego. Lo mismo aprende.