Entre dioses desorientados
Son muchísimos los hombres que se sienten desorientados ante las mujeres. Ellas han tomado la delantera en ser lo que son, e intuyen que ellos están perdiendo el tiempo y las oportunidades de ejercer como hombres.
La masculinidad y la feminidad no se resumen en un pene erecto y una vagina húmeda. No. Se trata de caracteres psicológicos que se llevan dentro y que se traducen en pautas de conducta que cada humano ejerce en determinadas circunstancias. Entre los últimos cambios de nuestras sociedades -que son muchos y muy complejos- ha sucedido que:
a) muchas mujeres han redescubierto su feminidad, o eso creen;
b) también han asimilado parte de la masculinidad;
c) se empieza a alimentar la tan necesaria feminidad en los hombres;
y d) ahora falta… reconstruir la masculinidad en los hombres. Suena extraño porque, con la facilidad de llevar las cosas a los extremos, resulta que la virilidad se ha convertido en algo muy ambiguo e incluso mal visto según dónde, pero hay hombres que están reivindicando una nueva masculinidad.
En los EE.UU., Inglaterra y Australia se han organizado grupos de hombres que buscan una nueva virilidad alejada de los estereotipos patriarcales y del machismo agresivo. Reivindican permisos de paternidad y flexibilidad laboral para poderse ocupar del hogar, y buscan la forma de exteriorizar sus sentimientos. Uno de los primeros de estos grupos, denominado, diría que con poca imaginación, movimiento mitopoético, fue el que lideró el poeta Robert Blay. Está formado por blancos de clase media, frustrados por la falta de éxito laboral. Son espiritualistas, basan sus actividades en modernos ritos de iniciación masculina y luchan contra la feminización de los valores. Por su parte, D. Goleman, en su best seller La inteligencia emocional, lanza algunas afirmaciones que, si bien son fáciles de recordar, tienen mucho de simpleza. Afirma que a los hombres les interesa el qué, a las mujeres el cómo; que los hombres hablan de cosas, las mujeres de sentimientos; y que las mujeres piden trascendencia en las relaciones, y los hombres eficacia. Muy norte americano y fácil de recordar, pero ni una cosa es la feminidad ni la otra la masculinidad. En España también está llegando este movimiento aglutinado, hace unos años, en el Centro de Estudios de la Condición Masculina.
Ciertamente, hay una serie de valores que definen la masculinidad y deben cultivarse por parte de los hombres ,tanto como muchas mujeres están hoy haciendo lo mismo con los atributos de la feminidad. La feminidad, que no siempre es lo mismo que feminismo, lleva años preguntándose qué es ser mujer, y ahora parece que toca a los hombres hacer lo mismo.
El espíritu viril está caracterizado por las promesas creativas y las aventuras descubridoras, por ello precisa del alma femenina para impregnarla de tales anhelos y convertirlos en realidad.
Lo viril, cuando alcanza cierta madurez razonable, se caracteriza por la independencia, la serenidad, una cierta cualidad de guerrero insobornable, por la capacidad de juzgar situaciones, decidir y hacerse responsable de las elecciones, por afrontar el miedo y asumir la derrota cuando llega. No ha de dejarse seducir por cantos de sirenas, incluyendo la fijación edípica que lleva a buscar mamás en toda mujer.
El mundo necesita la osadía del espíritu masculino, de la misma forma que necesita la parte receptiva femenina que da forma y vehículo a las explosiones masculinas. Se buscan el uno al otro para complementarse, pero hoy el espíritu masculino se muestra elusivo y ha sido suplantado por tres viles substitutos.
El primer sucedáneo de la virilidad toma la forma de varón hiperactivo -la mayoría de hombres adultos. El segundo, aparece con cara de adolescente de treinta o cincuenta años que se niega a crecer y hace lo posible para contentar a la mamá-esposa -los hombres nueva-era y la mayoría de estrellas o fracasados del rock, que se convierten en héroes justo para explotar su imagen de niños rebeldes que se niegan a crecer. El tercer substituto de la verdadera masculinidad lo constituye el modelo Rambo, hombre-músculo insensible cuyo único interés es dominar a su alrededor, sea a garrotazos o… ¡porque pago yo! Tampoco ese tétrico modelo es el de la verdadera virilidad. En una situación como esta que describo en tres lineas, es imposible casar lo masculino y lo femenino. Es el conjunto de la sociedad la que está cautivada por el modelo de varón tiránico movido por la necesidad neurótica del control, o por el hombre que se niega a crecer. No hay remedio a medias. Cuanto más debilitado y desvalorizado queda un elemento del par genesíaco -masculinidad/feminidad-, más sufrirá el otro par las heridas complementarias.
Los romanos de la época imperial comprendían que una cosa es el espíritu viril y otra es la personalidad de cada varón, y que hay tantas formas de ser hombre como hombres sobre la Tierra. Los romanos denominaron animus a ese espíritu viril, término que retomó C.G. Jung para referirse a ese algo masculino que hay en el aliento. Nuestros ancestros creían que para que hubiera armonía, el animus debía estar presente en todo lugar y en cada individuo, por ello levantaban pequeños altares domésticos o lar (de donde nace ‘hogar’ y la palabra catalana llar) para honrar ese espíritu viril, genio de la familia que se creía que pasaba de generación en generación cuando una persona joven -chico o también chica llegado el caso- besaba al padre moribundo. La masculinidad no se identificaba en exclusiva con los hombres, sino con este espíritu que necesita toda sociedad, aunque por la división natural de los géneros es el hombre quien mejor encarna las hechuras de lo viril.
El animus es espermático y pregnante, y el alma femenina necesita este espíritu masculino generador de vida. El problema es que ellas, a menudo, se encuentran con el fetiche de la potencia viril aViagrada en lugar de una auténtica fertilidad y… se quejan. Buscan el impulso de lo varonil y a veces solo hallan un paquete de músculos prepotentes -a menudo impotentes-, que ofrece brutalidad, no seguridad. Un hombre no necesita dominar a una mujer ni tratarla con violencia si el verdadero animus se manifiesta a través de él. Los fulanos que fuerzan mujeres son justo los más débiles y desesperados, los menos masculinos. Lo mismo que las mujeres que exiben sus cuerpos enfundados en minúsculos tangas veraniegos que cortan el aliento a los hombres, suelen tener vidas sexuales muy pobres.
Es tremenda la actual confusión entre esos hombres que se pavonean como adolescentes ante las mujeres, y el sentido verdadero y profundo de la virilidad. Esta confusión nos está distanciando a unos y a otras y, como triste consecuencia, las mujeres o bien se inclinan demasiado hacia lo femenino y se convierten en la muchacha desprotegida y conservadora que seduce chicos como estrategia para sentirse segura; o bien hacen lo contrario y -al igual que el varón hiperactivo- se dedican a los negocios y a sus carreras profesionales olvidando su ser femenino, receptivo y formador de vida. Los hombres deben irradiar ese espíritu masculino del que tanto carecemos.
Entre los griegos, el dios Eros era el principal espíritu viril. La masculinidad es erótica por naturaleza, y lo es porque es viril. Ser masculino implica ser capaz de tolerar el impulso incontrolable de Eros, vivir movido por el deseo pero… sin ser su esclavo. Eros era la fuente de ese poder y el varón se hacía sólido a través de su participación en este influjo erótico. No obstante, hay una diferencia fundamental entre la fuerza que otorga Eros y la capacidad de manipular que genera el abuso de Eros: los sujetos que esclavizan la feminidad por medio del enamoramiento -donjuanes seductores aniñados que tanto abundan-, en realidad son púberes asustados que se defienden del brutal poder de Eros que se agita dentro suyo. En su etimología, ‘falo’ significaba ‘luz’ o ‘brillo’: la dependencia es oscuridad. Los hombres se vuelven violentos y levantan puños y bayonetas afiladas precisamente cuando su verdadero espíritu viril no puede brillar.
Cuando alguien trata de pensar en un modelo viril, aventurero y firme, lo que aparece hoy en primera línea es la imagen de modelos con barba de tres días, luciendo correosas expresiones de papel-cartón. Es este patrón actual de falsa dureza masculina, cuya actitud vital es la de estar de vuelta de todo sin haber ido aun a ninguna parte. Robert Bly los describe como machos blandos que carecen de energía y que preservan la vida, pero no la dan. En estas caras plásticas salidas de los rayos UVA no consigo ver ni la lejana sombra de Ulises, patrón de virilidad esencial de nuestra cultura mediterránea. Son varones sin energía que a menudo aparecen junto a mujeres fuertes que podrían ser sus mamás (y lo son en cierto sentido). Quizás sea así porque a finales de los años sesenta, cuando el movimiento feminista fue el abanderado de la reconquista del Ser, la mujer nueva que estaba naciendo precisaba hombres suaves y sumisos, y con ello nos quedamos. Es como si hubieran dicho: nos acostaremos contigo si no eres tan agresivo ni tan macho, y se equiparó masculinidad a agresividad y a falta de respeto por lo distinto. Es así como -de forma muy resumida- los hombres hemos aprendido a ser receptivos y suaves, pero… sí, ahí algo falta.
Atributos de lo masculino
La vinculación del hombre a su propia parte femenina (espontánea, receptiva, conservadora) ha sido una etapa necesaria en el camino hacia la deseada individuación global, pero el paso siguiente ha de ser redescubrir el salvaje que todo hombre lleva dentro. Constituye su propia alma. El modelo ideal tradicional está encarnado por el dios celeste y caprichoso, colérico, celoso y despectivo con la debilidad. Este dios ha tenido diversos nombres: Cronos, Zeus o Urano entre los griegos; Júpiter y Jove entre los romanos; Jehová entre los judíos; Aláh en el Islam o Arútam entre los jíbaros amazónicos, pero todos representan casi lo mismo. De aquí que lo masculino lleva en su esencia un divino guerrero insobornable que debe luchar por la verdad sin remilgos, y por el descubrimiento constante de la vida y del mundo. Esta es la vía de realización de todo hombre. Por esto, cuando una mujer está pasando un momento de crisis existencial, su solución pasa por encerrarse en su propio mundo y escuchar, como en los cuentos medievales en que las princesas siempre están en sus castillos; para un hombre, la solución a la crisis pasa por convertirse en caballero andante y salir a luchar contra los dragones, sus partes oscuras.
Todos estos dioses varones no son si no reflejos del propio ser humano, de una masculinidad con los pies bien anclados en la tierra, dioses que actúan como progenitores involucrados en la evolución y preservación de la vida en el planeta. Eso está impreso en nuestros huesos viriles y debemos sacarlo para llegar a Ser. Tal carácter no impide la existencia de una masculinidad sentimental, un modelo varonil con espacio para las fluctuaciones emotivas, o para la homosexualidad: los hombres lloran y aman, son vulnerables y extrovertidos. Una imagen que me impresionó de la Odisea, fue cuando Ulises llora delante de gente. Si el gran Ulises llora, también puedo hacerlo yo, pobre de mí. Pero no sólo llora: lucha, decide, es violento y astuto, le gustan las mujeres pero las sabe respetar, conoce las artimañas para enfrentarse a las engañosas sirenas y al gigante Polifemo… Estas luchas son símbolo de las luchas interiores, del propio espíritu viril que cada hombre debe afrontar, del necesario descubrimiento de sí mismo atravesando todas las guerras civiles internas que haga falta.
Podríamos hacer una larga lista de atributos propios de la virilidad, pero resumo. Un varón debe ser creativo, fecundo y dador de vida, generador de situaciones, atento, protector y compasivo con la fragilidad. Debe aprender a vivir en armonía con la naturaleza y con la feminidad, debe ser también erótico, libre, salvaje y alegre. Enérgico sin ser tirano. Esta imagen nos despierta los recuerdos de un grito lejano procedente del héroe mítico, invencible y guerrero, del mártir que sufre su dolor silencioso y sin remilgos, suavemente femenino.
Otros atributos intrínsecos de la virilidad son la toma de decisiones y el asumir responsabilidades, algo que brilla por su ausencia en nuestros líderes políticos y sociales actuales. Un hombre asume deberes, toma decisiones con consciencia y se hace responsable de ello, nunca lo deriva en ‘una comisión que lo estudiará’. La lucha se da porque el ser humano es perezoso, nos cuesta asumir obligaciones autoimpuestas y romper con situaciones complacientes, edípicas y dependientes que nos siguen meciendo en una hamaca de inconsciencia e irresponsabilidad. Para ser hombre hay que podar las ramas de la niñez y de la inmadurez pero sin herir el alma tierna y candorosa del árbol, las primeras son partes podridas, lo segundo mantiene al hombre en contacto con su más sagrada esencia.
Por otro lado, un hombre debe hacerse amigo de su propio padre y abuelos. Guste o no, ellos son el principal modelo de masculinidad que uno lleva dentro. Si no se tiene padre o está ausente, hay que buscar otros hombres a los que se sienta varoniles, rectos y creativos. Además de ello, un hombre debe mostrarse exteriormente cortés con todos, sean ricos o pobres, amigos o enemigos, poderosos o miserables, debe saber ceder el sitio. Ha de esforzarse por comprender lo distinto y proteger lo femenino, así sea arriesgando la propia vida. Un hombre debe vivir comprometido en una búsqueda sagrada y, por el hado de los tiempos en que vivimos, ya no tiene sentido hacerla en el mundo exterior. Eso fue en la época de los viriles cow boys que iban a conquistar nuevos territorios. Hoy, la aventura de la masculinidad debe tener una orientación interior: los hombres necesitamos redescubrir y educar al salvaje que todos llevamos dentro, hay que buscar el equilibrio más sólido, no los afectos protectores y castrantes de la esposa-mamá que decide por y para el marido-hijo.
Un hombre debe mantenerse interiormente libre y no confiar demasiado en nada ni en nadie que no pueda experimentar por si mismo. Vive como si hubiera llegado el día es la conclusión final de F. Nietzsche y de tantos filósofos y guías de la humanidad, que lleva a sentirse más viril y poderoso pero jamás tirano, máxima que enseña a ocupar el lugar en el mundo que le corresponde a cada uno.
¿Qué esperan las mujeres de los hombres?
Aunque de formulación corriente, es imposible responder esta pregunta porque cada mujer es un ser distinto y ha tenido su particular experiencia con los hombres. Lo correcto sería ¿qué espera la feminidad de la masculinidad?
- v protección, pero no abuso ni suplantación;
- v madurez e independencia que llevan a tener serenidad ante la vida
- v que las haga reír
- v ser fecundada en un sentido físico, social y espiritual para poder dar forma a estos arrebatos masculinos
- v comprensión y complicidad profunda
- v impulso a los cambios
- v que asuma los riesgos de la vida, y
- v que sea aventurero del camino interior y exterior.
¿Qué buscan hoy los hombres en sí mismos?
Los que investigamos en nosotros mismos -que no somos todos- hallamos un gran vacío de modelos. A mi juicio buscamos:
- v la determinación, firmeza y valentía que define la masculinidad y la libertad
- v ese poder interno que permite tomar decisiones sobre la vida y otorga la solidez de saber cual es tu lugar en el mundo
- v dar protección a la feminidad sin por ello caer en el dominio ni en el ridículo
- v ser eróticos sin caer en la vulgaridad ni en los falsos estereotipos
- v forjar nuevas formas de hombría que incluyan la aventura y el impulso a descubrir la vida
- v enfrentarse a lo desconocido que llevamos dentro.
** el autor es Dr. en antropología cultural; Docente universitario; fundador del campus Can Benet Vives y creador de los talleres ‘Aprender a Amar y decir Adiós a las Personas y las Cosas’ , ‘De lo masculino y de lo femenino’, y ‘Taller de integración vivencial de la Propia Muerte’