Corría el siglo XIX y España comenzaba a instalar sus primeros ferrocarriles. La comisión de expertos a la que el Gobierno encargó los estudios decidió adoptar el denominado “ancho ibérico”, que no era otra cosa que un ancho de vía superior al utilizado por el resto de países europeos.
Nuestros ingenieros estaban convencidos de que Europa entera se equivocaba y que más temprano que tarde ellos cambiarían el ancho de sus raíles y los adaptarían al nuestro: unos linces. Esta fue la causa del aislamiento ancestral que durante décadas sufrió nuestra red ferroviaria, que languidecía en los Pirineos, quedando como una isla apartada del resto de países vecinos. Una prueba más de que lo del Quijote no fue una simple aventura caballeresca sino que es la realidad de este país que siempre ha sido más papista que el Papa.
Ya lo dijo don Manuel Fraga, que vendía sol mejor que democracia, al bufido de “Spain is different”. ¡Y tanto que lo es!
Tan diferente que mientras que Europa le concede el título de Eurovisión a un joven barbudo travestido de Conchita Wurst, sencillamente porque canta como los dioses y porque tiene un instrumento vocal que para sí lo quisieran los ángeles, sin entrar a valorar lo que hace en su alcoba, qué tiene debajo de su falda/pantalón, con quién se acuesta o con quién se levanta, nosotros, los Quijotes, los herederos del ancho de vía ibérico, seguimos teniendo portavoces pastorales, como el obispo de Málaga, Jesús Catalá que recientemente comparaba al matrimonio entre homosexuales con el de una recién nacida de tres días y un hombre de 70 años o el de un hombre y un perro, o Juan Antonio Reig Pla, obispo de Alcalá de Henares que los sigue enviando, directamente, al infierno, o sin ir más lejos Fernando Sebastián Aguilar, el nuevo cardenal español, quien considera que la homosexualidad «es una deficiente sexualidad que se puede normalizar con tratamiento».
Conchita Wurst o su alter ego, Tom Neuwirth, es hoy el icono de la tolerancia que rige en la vieja Europa y que, a pesar de los conatos fascistoides que rezuman por algunos rincones del viejo continente, se reivindica como el espacio de libertad y de progreso que ha significado para la historia de la humanidad. Los prelados, sin embargo, son icono de torquemadas que se empeñan, a contracorriente, en mantener viva la llama de la Santa Inquisición. Así les va.