La disciplina de partido es una versión «democrática» de la «obediencia debida» de los regímenes totalitarios.
La propaganda de la película Valkiria llevaba una leyenda que decía: «mientras otros obedecían, él escuchó a su conciencia». «Á‰l» era el coronel Von Stauffenberg, el líder del último atentado contra Hitler, alguien que no se doblegó ante lo «políticamente correcto», cuando no doblegarse implicaba exponerse a la tortura y la muerte. No sólo a no recibir el aplauso de la mayoría, sino a perder la vida, como realmente sucedió. Gentes así despiertan admiración, o deberían hacerlo.
Como Shtrum, el personaje de Vasili Grossman en Vida y destino, el científico caído en desgracia durante el régimen de Stalin, que se niega a reconocerse culpable -porque no lo es-, aunque sus amigos le aconsejan hacerlo para evitarse males mayores. Socialista convencido, confiesa a su hija: «Creo que nos precipitamos al hablar de socialismo; éste no consiste sólo en la industria pesada. Antes de todo está el derecho a la conciencia. Privar a un hombre de este derecho es horrible. Y si un hombre encuentra en sí la fuerza para obrar con conciencia, siente una alegría inmensa».
La conciencia personal frente al totalitarismo, nacionalsocialista, soviético o de cualquier otro género. La persona artífice de su propia vida, como diría Séneca, responsable de su propio destino.
La estrategia de los totalitarismos consiste en anularla con distintas coartadas, como la de la «obediencia debida» al FÁ¼hrer, al Estado soviético, al mando militar. Una coartada inadmisible en sociedades democráticas, que se caracterizan por hacer de la igual autonomía de los ciudadanos la clave de la vida social y, por lo tanto, no pueden permitirse anular las conciencias.
En estas sociedades existe la objeción de conciencia; cualquier ciudadano puede presentarla cuando considera que una ley viola sus convicciones más profundas, aunque sólo se reconocerá el derecho a ejercerla en los casos tipificados a tal efecto, y lo que pase de ahí es desobediencia civil.
¿Qué sucede -por ejemplo- cuando los partidos políticos se niegan a dejar libertad de conciencia a sus miembros a la hora de votar en situaciones especialmente conflictivas para ellos? ¿No es entonces la disciplina de voto una versión suave de la obediencia debida para estómagos democráticos?
Sin duda, las sociedades abiertas se enfrentan a un buen número de contradicciones, pero, precisamente por su carácter abierto, se ven obligadas a sacar a la luz los problemas, a reconocerlos como tales y a tratar sobre ellos para enfrentarlos con altura humana. Á‰sa es la grandeza y la responsabilidad de los mundos abiertos.
Los partidos políticos han de presentar propuestas unitarias a los ciudadanos dentro de sus programas, porque en caso contrario pierden eficacia y sentido. Parece entonces que no puede haber pluralismo interno porque ¿cómo sabrán los electores a quién votar si hay disensiones internas? Pero tampoco se puede eludir la otra cara de la moneda: ¿qué hace un militante que está de acuerdo con su partido en la mayor parte de las propuestas pero se siente incapaz de apoyar algunas porque se lo impide su conciencia?
La calidad de una democracia representativa exige que los ciudadanos puedan esperar de los partidos que cumplan sus programas, a los que debería haberse llegado por debate interno y externo. En este cumplimiento mostrarían su operatividad y ese valor tan preciado por nuestras sociedades que se llama «eficiencia». Pero esa misma calidad de la democracia reclama que los miembros de los partidos ejerzan su libertad de conciencia, porque mal pueden contagiar pluralismo instituciones monolíticas.
El monolitismo no es un valor positivo, que atrae, sino un valor negativo, que repele, y resulta más convincente un partido -o cualquier otra institución- cuyos miembros pueden poner en duda propuestas del aparato.
El que expresa su libre conciencia se puede equivocar, por supuesto que existen los iluminados peligrosos. Pero bien puede ocurrir que una persona, a pesar de intentar aceptar al máximo lo que le une a la mayoría, de un partido o de una sociedad, acabe pronunciando la famosa frase de Lutero: «No puedo más, aquí me detengo». En un sentido o en otro. Anular esa posibilidad es apostar por la Raza, por el Estado o por el Partido, contrario de la sociedad abierta.
Adela Cortina
Catedrática de Á‰tica de la Universidad de Valencia y Directora de la Fundación Á‰TNOR