Soledad Gallego escribía el domingo, 26 de mayo, en “El País”, un artículo exigiendo la ruptura del Concordato. Se agradece que en ese periódico alguien hable con menos sentido del consenso con la Iglesia, a la que vienen tratando con guante blanco desde los comienzos de la Transición política. Escribe Soledad que el Concordato se puede denunciar por mayoría en el Congreso y que es de esperar que cuando esa mayoría cambie sea denunciado. Menos mal. Abriguemos alguna esperanza.
Y sin embargo no es necesario tener mayorías en el Congreso para denunciar el Concordato. No es necesario esperar a que ese cambio de mayorías ocurra no sea que luego las nuevas fuerzas políticas se olviden de denunciarlo. Y tampoco hay que esperar a que llegue ese momento para empezar ¡ya! a denunciarlo y a desacreditarlo. Aunque, bien pensado, no sería necesario, ni tan si quiera llegar a tomar estas medidas porque ese Concordato es nulo y, por tanto, carece de vigencia. Porque no ha sido ratificado y porque no puede ser ratificado por ningún Gobierno democrático sin cometer un grave acto de legalizar lo inconstitucional. Un acto calificable de traición al poner el país al servicio de un poder exterior: el Estado Vaticano. ¿Por qué?
El Estado franquista fue una consecuencia de la rebelión de la Iglesia y el Ejército contra la República. Anunciado en 1932 por el papa Pío XI en su carta dirigida al Presidente de la República “Dilectisima novis”. Una rebelión calificada de “cruzada” por la jerarquía católica en su “Carta colectiva” de 1937. Y que ya fue teorizada en siglo XVI y XVII por los jesuitas Mariana en “De rege et regis instituciones” y Suárez en “De legibus ac deo legislatore”. El Estado franquista fue creado por la alianza entre el Ejército y la Iglesia. Un modelo tan viejo como la teoría de las “dos espadas”, expuesta por el papa Gelasio I, en el siglo V. Ambas instituciones se repartieron los aparatos del Estado y la soberanía. Cuyo origen no era el pueblo sino dios.
La Iglesia se considera a sí misma como guardiana del orden capitalista. Y, rechazada por la República, sería con la Dictadura donde lo pusiera en práctica. Posteriormente, en un ejercicio de oportunismo, cuando los Estados Unidos consolidaron la posición de Franco al firmar los acuerdos hispano-americano, 1953, ese mismo año, el Estado Vaticano ratificó el pacto, contraído durante la Guerra Civil, entre el Ejército y la Iglesia con la firma del Concordato.
Con ese Concordato se ratificó una estructura e ideología común entre el Estado franquista-clerical y la Iglesia. Dicho de otra manera, el Estado franquista integraba a la Iglesia en su propia estructura como aparato ideológico del mismo, y por lo tanto indivisible del mismo Estado que recibe su ideología de la doctrina cristiana. Ese Concordato estaba hecho para ese tipo de Estado militar y clerical. Desaparecido el Estado, desaparecen todos sus aparatos que son con los que se construye su esqueleto. Ya no queda nada: ni su estructura ni su ideología, representada por la Iglesia. Por lo tanto esta institución que sobrevive orgánicamente separada del Estado actual ya no es Estado y no ha establecido sus relaciones con el nuevo Estado democrático sobre nuevas bases legítimas y constitucionales.
Además, es inconstitucional. Ya que es anterior a la Constitución. Y no puede ser ratificado porque la función con la que nació ese Concordato fue la de delegar en la Iglesia católica, brazo extensivo de la jurisdicción vaticana, la moral, la educación toda y la tradición. En una palabra, se ponía en manos de la Iglesia la formación moral de todos los ciudadanos españoles. Una moral interclasista al servicio de la derecha.
Esa función, tanto por sus contenidos y objetivos como por nacer como aparato ideológico del Estado, está en absoluta contradicción con la declaración fundamental de la Constitución que se encuentra en su Título I, sobre derechos de los ciudadanos y con declaración de independencia del Estado con respecto a la Iglesia. Esto es, la afirmación de que el Estado es laico y no religioso. Si fuera religioso, la jurisdicción religiosa se nos impondría como a los musulmanes la ley islámica, pero como no es religioso sino laico cualquier imposición religiosa es una agresión a la libertad individual y al carácter laico del Estado. Es que si el Estado democrático tuviera un aparato ideológico (que hay que diferenciar de los valores democráticos), que sería religioso, cometería un acto de agresión contra la Constitución al identificarse con una ideología en lugar de garantizar la libertad de conciencia. Que es su obligación y la de los jueces. Y que esto, o algo parecido, lo haya dicho Marsilio de Padua en sus ensayos “Defensor pacis” y “Defensor minor” en el siglo XIV.
Pero es más, hoy el Estado no podría acordar un nuevo Concordato con la Iglesia porque sería inconstitucional. Puesto que la soberanía reside toda en el pueblo y no puede ser compartida con una organización privada, ni pública. Y sobre todo porque la Declaración de Derechos individuales proclama la libertad de conciencia, y por lo tanto debe protegerla frente a los monopolios morales. El anterior Concordato pudo establecerse porque los dos Poderes, militar y religioso, no recibían su soberanía del pueblo sino de dios y procedieron a repartirse la soberanía sobre los ciudadanos. Que eran al mismo tiempo súbditos de dios y del Estado. Situación impensable en un Estado democrático que fundamente su legitimidad en la Declaración de Derechos individuales. La Iglesia debe someterse simplemente a las leyes y a la Constitución para poder existir en democracia. En cualquier democracia. Por lo tanto no hay nada que negociar.
De manera que no hay que esperar a tener mayoría en el Congreso, donde no se puede tratar de igual a igual a una organización, la Iglesia, como si formara parte de la soberanía nacional. Simplemente hay que denunciar las leyes que la tratan como formando parte del Estado, esto es: el Concordato. Debe ser denunciado. Y denunciado por todas las fuerzas políticas de izquierda y progreso ¡ya! No hay que esperar a ganar las elecciones. Hay que pretender ganarlas denunciando ya ese residuo franquista como negación de la libertad moral. Y sobre ese y otros objetivos programáticos mantener el estado de lucha moral, ideológica y política contra la reacción clerical/fascista que está dispuesta a devolvernos al franquismo, destruyendo el Estado de Bienestar por el camino. Y mantener la movilización contra esta ofensiva ideológica y moral desde ¡ya! hasta cuando se ganen las elecciones. Y después.
El clero no negocia nunca, Soledad. Impone, pero impone cuando el Poder del Estado le es propicio. Que es lo que está ocurriendo hoy día. Cuando se presta a negociar es cuando es débil, como en Francia e Italia. Esto, que la misma Soledad pone como ejemplo, no lo ha entendido. Y, cuando es débil, no hay nada que negociar con ellos. Ningún país democrático pone en cuestión su propia soberanía negociando con un poder exterior, el Estado Vaticano en este caso, las competencias de este poder en el Estado. Supondría hacer una cesión de soberanía a un Estado extranjero.
Esto ha venido ocurriendo, algo que Soledad no tiene en cuenta, cuando los Estados eran monarquías absolutas, dictaduras militares, fascistas o nazis. Y también cuando, como en la Italia de la posguerra gobernaba la democracia-cristiana dirigida desde el Vaticano. Con un concordato aprobado entre Mussolini y el papa Pío XI. Y que, al finalizar la guerra el Partido comunista, porque según Stalin había que mantener buenas relaciones con el Vaticano, se negó a denunciar y eliminar de la nueva constitución democrática.
En Italia, no era la Iglesia italiana, sino el Estado Vaticano el que gobernaba y exigía al poder civil la imposición de la doctrina cristiana, como en tiempo de Mussolini. Porque para ellos nada había cambiado. Cuando tuvieron que negociar, no el Vaticano sino el clero italiano, fue desde que la democracia cristiana empezó a hacer aguas, a debilitarse, a distanciarse de la realidad social y a perder el referéndum sobre el divorcio, a pesar del Poder del Vaticano. Una Iglesia débil siempre está dispuesta a negociar. Nunca negociará cuando se siente fuerte. Pero, como he dicho, cuando es débil no hay nada que negociar. Se anula la cesión de soberanía que Franco hizo al Vaticano, por necesidad para mantenerse en el Poder, y España recupera su plena soberanía.
No vamos a entender nunca, parece ser, que la Iglesia nunca renuncia a su voluntad de Poder, que negociar con ella como si fuera parte de la soberanía española, cotas de esta soberanía para que ella haga de su capa un sayo, es una traición. El Estado español, Soledad Gallego, no puede ponerse a negociar con el Estado Vaticano un reparto de la soberanía nacional concediéndole a la Iglesia un trozo de soberanía en la que ella impone, dentro del Estado, su moral. Sólo el hecho de imponer una moral, desde el nacimiento, es absolutamente inconstitucional. Y eso no se puede negociar. Invocar la libertad religiosa, Soledad, es lo mismo que invocar el derecho a la opresión en nombre de la libertad. Que la libertad existe como negación de la opresión y no podemos ser tan inocentes como para no entender que la expresión “libertad religiosa”, inventada por Lamennais, un visionario, allá por los años 30 del siglo XIX, se creó para utilizar la libertad política contra los derechos individuales. Si no somos capaces de entender esto, en nombre de la libertad religiosa acabaremos todos, siendo esclavos. Porque toda libertad religiosa es la cesión de libertad individual en beneficio de la imposición moral de cualquier religión.
¿Usted se ha puesto a pensar qué ocurriría, si se aplicase esa “libertad religiosa” en un país occidental en el que hubiera 10 millones de musulmanes? Que ese país dejaría de ser libre y acabaría siendo una dictadura religiosa. Pero usted no ha entendido por qué la derecha se identifica y es permisiva con la libertad religiosa ¿No se ha dado cuenta? ¿Por qué la derecha recurre constantemente a la Iglesia como referente ideológico y moral? O a otras religiones monoteístas, si llega el caso. La respuesta es bien sencilla Porque esperan que las religiones cumplan con su función: suprimir los derechos individuales y controlar a las masas. Los valores de la derecha no están contenidos en el Título I de la Constitución sobre los Derechos de los ciudadanos, están contenidos en la doctrina cristiana.
Documentos de interés:
Carta Colectiva del Episcopado español a los obispos del mundo entero 1937