Si usted alguna vez ha estado en contacto con una persona que es, por naturaleza, desconfiada, seguramente me dirá que esto no puede ser lo que tenía en mente . ¡Y tiene razón! El desconfiado es aquella persona que piensa que los demás siempre quieren sacarle ventaja. Cuando se le presenta una oferta atractiva, inmediatamente comienza a buscar dónde está la trampa en el asunto. Mira el mundo y se dice a sí mismo: «Si yo no velo por mis propios intereses, nadie lo va a hacer».
Está convencido de que si deja esta postura de vigilancia permanente, los demás se aprovecharán de él y le harán daño. Es muy difícil llegar a entablar una relación íntima con él, porque la sospecha todo lo contamina. En resumen, es evidente que tal es el temor a sus semejantes, por las causas que fuesen,que le vuelven huraño e intratable,creyendo que todo son ataques contra su persona
El hombre que ha escogido confiar en los hombres y hacer de la carne su fortaleza ha decidido transferir estas atribuciones a otros hombres: pretende que ellos provean para sus necesidades, le guíen en sus decisiones y lo consuelen en tiempos de crisis.
En realidad, estos comportamientos son parte de nuestras relaciones con otros. Muchas veces otros proveen para nosotros, nos orientan en tiempos de confusión y proveen consuelo en momentos de crisis. En esto está la bendición de poder disfrutar de relaciones profundas e íntimas con otros, y lo recibimos como un regalo. El problema radica en pretender que los demás siempre cumplan con estas funciones en nuestras vidas.
Una vez que transferimos esta carga a otros, cada vez que nos fallen nos sentiremos traicionados, defraudados o desilusionados.