Se suele atribuir a la duda la mezquindad de la falta de arrojo en lugar de aplaudirla por tratarse de un estado catártico con finalidad intelectual, y por ello aún cuando lluevan piedras sobre mi tejado yo me aferro a la duda, y no digo ni sí, ni no, sino todo lo contrario a la intervención internacional en Libia.
Por un lado digo no, ¡no a la guerra!, ¡no a cualquier guerra!, porque la guerra es perversa en sí misma y nadie gana, todos pierden, generando un juego de causa-efecto de consecuencias impredecibles, y por supuesto, no a la guerra en territorio ajeno, no a la injerencia internacional, porque nadie tiene la autoridad moral sobre nadie.
Pero, por otro lado digo sí, ¡sí a la lucha contra los tiranos!, sí a la defensa del pueblo, sí a la intervención internacional para evitar el genocidio que se avecinaba, sí a tomar partida por el más débil, que en estos casos siempre es el que menos armas tiene, porque en la guerra se mata, y si no matas, te matan.
Sin embargo, la dicotomía no se termina ahí, crece, crece, en una burbuja, que ríete tú de la burbuja inmobiliaria, porque digo no a las guerras económicas, no a una intervención basada en el poder petrolífero de Libia, pero sí a la protección de los civiles sin armas, digo no porque existen otros conflictos en los que la comunidad internacional no interviene (por ejemplo, Somalia), pero digo sí porque el no intervenir en un lugar no debería eximir de intervenir en otro.
Dudas, dudas y más dudas, mi lado economista defiende la guerra para proteger a Occidente de la falta de abastecimiento petrolífero, mi lado pacifista niega la guerra, mi lado antropólogico apoya la guerra en defensa de los que no se pueden defender, mi lado legalista reivindica otras guerras antes, y mi lado humano duda, duda, y duda.
Y es que el gran desafío del ser humano no es alcanzar sus sueños, sino vivir con sus contradicciones.
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