No podemos dejar de interesarnos e informarnos ante el formidable proceso en países del norte de África, sometidos a regímenes autocráticos que siempre han estado respaldados por sus ejércitos. Los sátrapas han llenado a los mandos militares de prebendas y de poder. En el caso de Egipto, ante la decadencia física y mental del general Mubarak, esos militares que han gobernado desde la caída del funesto rey Faruk, vieron amenazados sus poderes. Desde Nasser, pasando por Sadat, hasta Mubarak, todos sus presidentes han sido elegidos por los generales. Ante la intención de “nombrar heredero” a su hijo Gamal, reaccionaron y aprovecharon el descontento y las protestas populares.
Decir revolución y libertad no es decir democracia, respeto a las minorías, igualdad entre los sexos, buenas relaciones con los demás pueblos. Todo eso está por conquistar. No podemos ver el futuro con excesivo optimismo. Francia tardó dos siglos en pasar de las revoluciones a la república democrática y laica. En Rusia y China no parece que el plazo vaya a ser menor, si es que llega a alcanzarse. Incluso Estados Unidos, que creía haber alcanzado el cielo en 10 años, sufrió la Guerra de Secesión, la lucha de clases y la de los derechos civiles; “un largo combate de dos siglos en el que florecieron las razones y las uvas de la ira”, comenta André Glucksmann.
En Egipto se ha producido una gran conmoción pero no una revolución. No es 1979 en Teherán, ni 1989 en Berlín, ni 1789 en París. Si ha habido derrocamiento del tirano, el grueso de funcionarios y oficiales sigue en sus puestos, escribe Miguel Ángel Bastenier.
La caída de Mubarak, como resultado de la movilización popular, es algo positivo, escribe VicenÁ§ Navarro, que denuncia la versión aparecida en los medios, desde Al Yazira a The New York Times y CNN.
No todo se debe a la movilización de los jóvenes, estudiantes y profesionales, que supieron utilizar las nuevas técnicas para organizarse y canalizar el rechazo a la muerte por torturas de uno de esos jóvenes.
La revolución, sostiene Navarro, no fue iniciada por esos jóvenes, sino que fue precedida por luchas obreras brutalmente reprimidas por el poder. Según el Egypt’s Center of Economic and Labor Studies, en 2009 existieron 478 huelgas no autorizadas que causaron el despido de 126.000 trabajadores, 58 de los cuales se suicidaron. Miles de personas dejaron de trabajar, incluidos los de la poderosa industria del armamento, propiedad del Ejército. Se añadieron los 6.000 trabajadores del Canal de Suez y los empleados de la Administración pública, incluyendo médicos, enfermeras y abogados.
Los medios internacionales se centraron en la plaza Tahrir, de El Cairo, sin ocuparse del movimiento en los lugares de trabajo de Egipto, que se manifestaron con batas blancas y togas negras.
El Ejército de Mubarak temía una rebelión interna, pues la mayoría de soldados proceden de familias pobres de barrios cuyos vecinos estaban en la calle. Mandos intermedios simpatizaban con la movilización popular, y la cúpula del Ejército abandonó a Mubarak para salvarse a ellos mismos. A esa vacilación se debe el anuncio anticipado de la dimisión de Mubarak por el Director de la CIA.
Reconocemos el impulso que los jóvenes profesionales jugaron en la movilización pero no podemos ignorar la descomposición sociolaboral, como también sucedió en Túnez. Y puede ser importante en Marruecos, Argelia o Libia, a pesar de sus riquezas naturales.
El enemigo a abatir no es el fundamentalismo islámico, como fue presentado por Bush para invadir Irak y Afganistán.
De la respuesta de la Junta Militar dentro de seis meses comprobaremos si se da el paso a un auténtico sistema democrático. Los militares, obedientes al general Mubarak hasta hace unos días, pueden ofrecer un sistema de partidos con grandes limitaciones y supervisado siempre por el Ejército.
Para empezar, el Ejército egipcio ya ha garantizado a Washington (y a Israel) que los tratados no se tocan, y han prohibido la actividad de los sindicatos.
Bastenier sostiene que si de las propuestas de los militares surgiera un verdadero Estado democrático “estaríamos ante una refundación inimaginable del mundo árabe”. No son buenos tiempos para los autócratas. Tampoco para sus aliados occidentales, escribe Bassets. La oleada revolucionaria promete un tiempo nuevo, que exigirá una forma de gobernar y de comportarse distinta a la de los dictadores sostenidos por Estados Unidos y la Unión Europea. No se pueden cambiar por la fuerza regímenes autocráticos porque peligrarían los suministros necesarios para mantener nuestro modelo de desarrollo, pero es preciso apoyar el reconocimiento de las libertades de expresión y de reunión; apoyar moralmente a los ciudadanos que se movilizan; y estimular a los regímenes para que respondan al anhelo de millones de ciudadanos árabes mejor que lo que han hecho con los de la antigua URSS.
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del CCS