Ocho de cada diez personas califican de “corruptos” a los partidos políticos de su país, según la organización Transparency International. Les siguen en imagen funcionarios públicos, los sistemas judiciales, los miembros del poder legislativo y la policía. Esta desconfianza coincide con la indignación que se extiende por el mundo. Pero las exigencias de una democracia real no aluden sólo a los gobiernos, sino también a los poderes económicos y financieros que han llenado los espacios a los que renuncian los poderes públicos para hacer cumplir la proclama neoliberal de Margaret Thatcher: “ya no hay sociedad, sólo individuos y familias”. Esta cruzada neoliberal, intensificada tras la caída del Muro de Berlín y el desmantelamiento de la URSS, ha acelerado las subcontratas y la privatización de sectores públicos como el agua, la sanidad, la salud, la educación, la defensa y toda la banca.
En este fenómeno conocido como “privatizador”, los servicios que ofrecen empresas privadas en algunos sectores se financian con dinero público. Así sucede con las Empresas Militares “Privadas”, subcontratadas por gobiernos mediante concursos “públicos” a los que a menudo sólo se presenta un candidato afín al gobierno.
También se dan casos de altos funcionarios públicos que aprovechan su puesto para favorecer a empresas a cambio de “regalos”. A veces, los mismos funcionarios se niegan a renunciar a sus puestos en juntas directivas de empresas mientras ejercen su cargo público y las favorecen sin pudor. A este fenómeno se le conoce como “puerta giratoria”. O empresas privadas “afines” a los gobiernos locales que cobran millones por costosas campañas de publicidad para anunciar servicios públicos que la gente ya conoce, como el Metro. Luego llaman “radicales antisistema” a los trabajadores del transporte público que hacen huelga cuando se anuncia el recorte de su sueldo.
El aumento en la corrupción que ha resultado de esta oleada “privatizadora” y de desregulación financiera llegó a preocupar tanto a Naciones Unidas que, en 2000, la Asamblea general estableció un comité especial. Así se creó la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, con 154 Estados parte y 140 que la han ratificado. El tratado se centra en la prevención, la penalización, la cooperación internacional y la recuperación de bienes.
En esta lucha, se considera prioritario restituir a los Estados saqueados por sus propios gobernantes y hacer frente a sus necesidades fiscales. Esto incluye su reconstrucción y la creación de redes de servicios públicos que ayuden a garantizar derechos fundamentales como el acceso a la salud y la educación.
La organización Tax Justice Network calcula que están evadidos 11,5 billones (trillions) de dólares en paraísos fiscales. Según la organización, esto supone una pérdida de 250.000 millones de dólares en impuestos, una cantidad cinco veces superior a la que marcó en 2002 Naciones Unidas para reducir la pobreza a la mitad para 2015. Y una cantidad que permitiría transformar el modelo energético para hacer frente al cambio climático.
Distintas organizaciones que investigan temas relacionados con paraísos fiscales y corrupción consideran que la lucha contra el abuso de poder para beneficio propio ya no se puede centrar sólo en el sector público ni se puede investigar desde enfoques nacionales. El secreto bancario, los paraísos fiscales y el entramado financiero global encubren las redes globales de terrorismo y crimen organizado, las grandes tramas de corrupción urbanística y el saqueo de países enteros. Se calcula en más de 300.000 millones de euros el capital que ha “huido” desde Grecia, equivalente al primer pago del llamado “rescate”.
La corrupción afecta a países “tercermundistas” y de “Primer Mundo” por igual. Los efectos de la crisis actual, provocada por abusos de poder en una economía de casino, han revivido una lucha de clases que consideraban superada quienes anunciaron un supuesto “fin de la historia”. Las clases trabajadoras en Estados Unidos, en Europa y en algunos países de América Latina han tomado conciencia de la importancia que tiene trascender sus propias fronteras y de unir fuerzas con gente que habla el mismo idioma de indignación colectiva. La corrupción erosiona el Estado de derecho y la auténtica democracia. Desmoraliza y siembra la semilla del cinismo. Pero unos cuántos han mantenido vivo un rescoldo que se daba por apagado.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista, coordinador del CCS