Que lo de la segregación de Cataluña es un sentimiento, me merece todos los respetos. Aunque no todos los sentimientos pueden ponerse en práctica por el solo hecho de que lo sean; sobre todo cuando hay incluso reglas de juego que lo impiden.
Foto: Jordi PayÁYo no tengo animadversión a los catalanes; al contrario, los admiro, aun cuando es verdad que me duele que deseen desgajarse de España tras tantos siglos conviviendo juntos, en paz y progreso: ellos, ayudando a hacer una España mejor, y el resto de las regiones [eso antes, ahora comunidades], apoyando a Cataluña para hacerla más rica; aceptando incluso una densa inmigración, como aquellos 800.000 andaluces que dejaron su tierra y marcharon a otra comunidad cuya vida y ambiente eran bien distintos al suyo: ni más ni menos que el que le corresponde a los trabajadores primarios de pura mano de obra. Lo mismo modo que me acojo al mismo pensamiento que nos trasmitió Gandhi: “No dejes que se haya muerto el sol sin que se mueran tus rencores”. No debe haber rencores. A estas alturas, no hay que tirarse los trastos a la cabeza, ni lanzarse duras frases los unos a los otros. Hay que sentarse y manifestarnos con pensamientos civilizados. Cada uno en su propia casa de esta comunidad que se llama España.
Y fíjense: estoy convencido de que si las encuestas que en varias ocasiones se le han hecho a la población catalana, preguntándoles que si en vez de tener, como tenemos, esta situación tremendamente grave, que nos está azotando tan brutalmente –solo está mejorando la financiera-, si viviésemos en un periodo de bonanza, con toda seguridad la mayoría de ciudadanos catalanes habrían dicho que no, que no desean saber nada de la consulta soberanista.
Es claro, pues, que en momentos de tan brutal debilidad económica es cuando autonomías, ayuntamientos, ciudadanos, castigados por la falta de recursos por culpa del desempleo, algo absolutamente necesario para sobrevivir dignamente, crispan sin duda los nervios hasta el sofoco y la desesperación, y en tal feroz estado de ánimo cualquiera está dispuestos a lo que sea, con tal de intentar alcanzar un horizonte más esplendoroso.
Pero volviendo al comienzo, estoy convencido de que España quiere a Cataluña, igual que les pasa a la mayoría de los catalanes con España.
No vale, como hemos oído decir, con cierta frecuencia, incluso adoptando actitudes del amago, la grosería y hasta la amenaza. Si nunca, a pesar de todo, hemos llegado a puntos de verdadera conflictividad, ¿por qué ha de haberla ahora? Es claro, pues, que las dos partes tienen que respetarse. Y hablar, que siempre es una bendición hablar con buenos modales y caballerosidad. Porque si eso no es así, el conflicto se irá endureciendo, para al final estar donde empezamos. Y así será si no sacan de una vez este imposible proyecto de la cabeza.