Sociopolítica

Cuchillos oxidados, sangre y esperanza. Un intento de reseña de «¿Qué es Filosofía?» de José Ortega y Gasset

Uno no sabe muy bien qué decir cuando acaba de leer “¿Qué es filosofía?”, hay algo dentro de ti que las páginas del libro han tocado y removido. No sabes muy bien qué es, pero sientes que hay algo que va a cambiar, como casi siempre ocurre tras una buena lectura.
Debo advertir que no es un libro apto para los oníricos momentos de duermevela; compila las lecciones de un curso universitario que, como tal, debe recibir la atención solemne del estudio y no le lectura liviana del pasatiempo. Aunque, aquí, Ortega me achacaría una mala interpretación de su método pedagógico:

La quilla de la cultura, el estado de ánimo que la lleva y equilibra es esa seria broma, esa broma formal que se parece al juego enérgico, al deporte, entendiendo por tal, como es sabido que yo entiendo, un esfuerzo, pero un esfuerzo que, en oposición al trabajo, no nos es impuesto, ni es utilitario ni es remunerado, sino un esfuerzo espontáneo, lujoso, que hacemos por el gusto de hacerlo […]. La cultura brota y vive, florece y fructifica en temple espiritual bien humorado -en la jovialidad-. La seriedad vendrá después, cuando hayamos logrado la cultura o la forma de ella a que nos referimos –así, ahora, la filosofía- [José Ortega y Gasset; «¿Qué es filosofía?»]

Con este curso Ortega espera, oponiéndose a la desesperación, ver florecer el germen de la filosofía en las mentes de los madrileños que asisten a sus lecciones. Y es que el germen de una filosofía es, a la larga, el germen de una nueva vida; sin embargo, como Ortega nos advierte, estos conceptos (el de filosofía y vida) parecen antagónicos y contrapuestos.

Todo lo que sale de las manos de un hombre es producto de su circunstancia, de su contexto, o, en su defecto, el contexto posibilita dicho producto; el curso “¿Qué es filosofía?” es un claro ejemplo de esta característica de la creatividad humana. Las lecciones de Ortega tienen su razón de ser en el contexto en el que nacen, pero esto no es más que una evidencia en todas las obras que alguien crea; no deja de ser, como tanto les gusta decir a los coetáneos de Ortega, una verdad perogrullesca.

Lo que en una obra importa es lo que recoge de dicho contexto, lo que aúna y lo que rechaza, lo que crea con los pedazos de lo que destruye, lo que recuerda y lo que olvida; y esto es, las lentes nuevas que la obra crea para observar desde otra perspectiva lo que el hombre ha observado siempre: la relación entre él y el mundo. Y estas lentes, valga de nuevo la perogrullada, están construidas con la materia propia de cada tiempo humano, de cada contexto, de cada paisaje, de cada circunstancia.

El paisaje histórico en el que se enmarca la vida de Ortega no da mucho lugar a que las conclusiones que se dan al observar el mundo que le envuelve sean esperanzadoras. La conclusión de la esperanza, principal leitmotiv de toda religión, puede parecer ingenua.

Los coetáneos de Ortega, y él mismo, dan cuenta de la agonía latente entre el individuo y la comunidad, entre España y sus confines, entre el devenir del hombre de a pie y el devenir histórico, entre creyente que espera creer y Dios.

NOTA AL MARGEN: Como apunta Unamuno en su “Agonía del cristianismo” entiéndase “agonía” por lucha y no por la desesperación del moribundo. Agonía es desesperación esperanzada, es la lucha que se da en el seno del hombre y lo posiciona como agonista, como luchador; unas veces será protagonista y otros antagonista pero si cede, si deja de agonizar, de luchar, la desesperanza envuelve con sus brazos de hierro al moribundo y el óbito, metafórico y moral, sucede en el cansado cuerpo del que ha cedido. Así, el moribundo puede conservar su salud y cuerpo, pero su alma ha sido cercenada por el helado corte de la guadaña. Muy a pesar del vago, la inmortalidad no consiste en la calma y la relajación, sino en la constante lucha por existir, que no es otra cosa que estar siendo, estar agonizando, estar luchando; aunque quizá aquí no quepa la mordaz pluma de Ortega es interesante decir que él apuntaría “existir es decidir”

La generación en la que se inscribe nuestro autor nace en un barco que navega sin astrolabio y que lucha contra las constelaciones, lanzando andanadas de metal hacia el inalcanzable cielo, creyendo que es el mejor camino para volver a ser; y así, España, recibe el daño de sus propios cañonazos que, lanzados hacia el etéreo recuerdo, vuelven a caer sobre la cubierta, ya mohosa, del antiguo Imperio. Los capitanes del navío, como cegados por Atea, cegados por el orgullo de lo que fue, emprenden acciones en su impulsiva invidencia, hundiendo al maltrecho barco en los mares abisales.

Un barco que ya está podrido después de sortear la ocupación napoleónica; la pérdida de las colonias de Filipinas, Cuba y la penosa derrota contra E.U.A.; los continuos cambios políticos que van del acierto al desastroso desatino: constituciones, desamortizaciones, etc.; las cegadas decisiones por recuperar el honor perdido, como la participación en la invasión de Indochina; las guerras civiles entre los partidarios de seguir lanzando andanadas al aire, los carlistas, y los que pretendían una emulación reformista de lo que venía siendo la reacción liberal ante la revolución industrial y francesa; el aparente triunfo de los reformistas y su Restauración: un régimen que entre la patética alternancia entre Cánovas y Sagasta, no supo administrar ni digerir los nuevos corrientes revolucionarios.

Ortega será heredero de todo este convulso acontecer, viviendo el fin de la aparente tranquilidad de la regencia de Isabel II y el reinado de Alfonso XII con el levantamiento de Primo de Rivera, estableciendo una dictadura que suplía el ya cadavérico sistema de alternancia de partidos.

El panorama no da mucho lugar a la esperanza, si la política y la economía eran decadentes, no podía esperarse mejor futuro para la cultura. Aún así, la curiosidad hambrienta de algunos jóvenes españoles amasaría el germen de la generación orteguiana, aportando esperanza al decadente espíritu cultural español: la generación del 98.

Fue la generación en la que Unamuno nunca quiso inscribirse la que aportaría el primer respiro a una cultura española venida a menos. Al ser pionera, al querer ser la primera que abriera la veda, la G98 tuvo que lidiar con los problemas propios del contexto en el que surgió como, por decir alguno, el retraso cultural que hizo de los jóvenes curiosos unos devoralibros. Así lo asegura Laín Entralgo citando a Unamuno:

Unamuno expresará esta ineludible necesidad de los jóvenes españoles: “El libro es en España –escribe- más imprescindible que en otras partes. Donde hay más cultura en el ambiente social que la que aquí hay, recíbela uno sin saber cómo: de conversaciones, de la lectura de diarios, de conferencias, del espectáculo mismo de la vida, aquí tenemos que suplir cada una de las deficiencias de la cultura ambiente y las deficiencias de nuestra educación; el español se ve obligado a ser autodidacto” [Pedro Laín Entralgo; La generación del 98]

El impulso intelectual de los hombres de la G98, la cierta relajación de las tensiones políticas que supuso la Restauración y la proliferación de políticas que apoyaban el desarrollo cultural del país, hizo que surgiera una nueva oleada de intelectuales y de progreso científico. Ahí tenemos el ejemplo del Premio Nobel de Medicina concedido en 1906 a Ramón y Cajal, el pensamiento de Ortega, Eugeni d’Ors, Azaña, Gregorio Marañón o Juan Ramón Jiménez.

Ortega se encuentra en este oleaje entre dos generaciones intelectualmente dispuestas a brindar nuevos tiempos culturales a la maltrecha España. Bajo el título “¿Qué es filosofía?” no sólo encontramos un curso académico, sino que encontramos la excusa perfecta para abrir las puertas de un cierto modo de vivir filosófico, la excusa perfecta para culturizar España, para europeizar los vastos campos por dónde se pasean los cadáveres de Lope de Vega, Quevedo, Bécquer, Galdós o Cervantes.

No vamos a encontrar en las lecciones que presenta el libro una historia de la filosofía en toda regla, aunque hay páginas que muestran con clara lucidez la génesis de conceptos tan importantes para la filosofía como “ser”, “conciencia”, “subjetividad”, “intimidad”, etc. A uno le dan ganas de arrancar dichas páginas y colgarlas en la pared de su habitación como si se tratara de un gran tesoro hallado en un largo viaje.

Pero, ¿qué hace Ortega exactamente? Filosofar. Ortega filosofa desde su circunstancia, delimitando con su actividad argumentativa el vocablo mismo de “filosofía” entendido desde nuestro tiempo y contexto.

Es el libro de Ortega un viaje hacia el centro de la filosofía de nuestros días, parte del simple juego, de lo sencillo y jovial, pero poco a poco va girando sobre sí mismo, concentrando sus esfuerzos por llegar al mismo centro y sacar a la luz lo que el vocablo “filosofía” significa. Cuando aún me faltaban un par de giros concéntricos para acabar el periplo orteguiano no pude contener mi dolor ante lo que pasaba delante de mis ojos y mis manos se lanzaron a escribir lo que sigue: Sangre

En situación similar debería encontrarse Ortega antes de dar el último paso que lo llevó a formular la definición esperanzadora de filosofía. Podríamos decir, con el mismo Ortega, que el mundo que tenemos a nuestro alrededor varía según dónde atendamos; la atención a lo que sucede constituye lo que se nos aparece. He aquí la mejor explicación de ello en el libro de Ortega que acalla la sangrienta desesperanza anunciada más arriba, una breve historia de la atención humana:

AntigÁ¼edad y modernidad coinciden en intentar, bajo el nombre de filosofía, el conocimiento del Universo o cuanto hay. Pero al dar el primer paso, al buscar la primera verdad sobre el Universo comienzan ya a discrepar. Porque el antiguo parte, desde luego, en busca de una realidad primera, entendiendo por primera la más importante en la estructura del Universo. Si es teísta, dirá que la realidad más importante que explica las demás es Dios; si es materialista, dirá que la materia; si es panteísta, dirá que una entidad indiferente, a la vez materia y Dios –natura sive Deus-. Pero el moderno detendrá toda esta pesquisa y disputa diciendo: es posible que, en efecto, sea esta o la otra realidad la más importante en el Universo, pero después de que lo hubiésemos demostrado no habríamos adelantado un paso –porque ustedes han olvidado preguntarse si esa realidad que explica a las demás la hay con toda evidencia; más aún si esas otras realidades explicadas por ella, menos importantes que ella, existen indubitablemente-. El problema primero de la filosofía no es averiguar qué realidad es la más importante, sino qué realidad del Universo es la más indudable, la más segura –aunque sea, por caso, la menos importante, la más humilde e insignificante-. En suma, que el problema primero filosófico consiste en determinar qué nos es dado del Universo –el problema de los datos radicales-. La antigÁ¼edad no se plantea nunca formalmente este problema; por eso, cualesquiera sean sus aciertos en las demás cuestiones, su nivel es inferior al de la modernidad. Nosotros nos instalamos, desde luego, en este nivel, y lo único que hacemos es disputar con os modernos sobre cuál es la realidad radical e indubitable. Hallamos que no es la conciencia, el sujeto –sino la vida, que incluye, además del sujeto, el mundo-. De esta manera escapamos al idealismo y conquistamos un nuevo nivel [José Ortega y Gasset; «¿Qué es filosofía?»]

De la misma mano que me condujo a la solipsista tesis radical del idealismo, salgo a flote en una nueva realidad, en un nuevo mirar. La realidad radical ya no es el sujeto pensante, el yo ponente, el espíritu glotón; la nueva realidad a la que Ortega atiende es a la coexistencia entre él y su mundo, a la coexistencia entre ambos.

¡Qué más da que todo sea una falsa ilusión! No podemos pensarnos a nosotros mismos sin la relación indisociable con nuestro mundo, con nuestra circunstancia; incluso en los sueños no puedo soñarme sin el sueño que envuelve a mi ser soñado. Así, Ortega aúna filosofía y vitalidad, yo y mundo, individualidad y colectividad; de esta conjunción entre lo teórico y lo vital surge la vida humana. ¡Es imposible pensarme sin aquello que me rodea! ¡Imposible! El mundo no es ya la naturaleza de los griegos ni el sujeto proyectado de los modernos, el mundo es mi circunstancia. Yo soy en tanto que circunstanciado por mi mundo y el mundo es en tanto que atendido por mí.

De aquí partirá ahora Ortega, la filosofía debe escudriñar eso a lo que llamamos vida.

El atributo primero de esta realidad radical que llamamos “nuestra vida” es el existir por sí misma, el enterarse de sí, el ser transparente ante sí. Sólo por eso es indubitable ella y cuanto forma parte de ella –y sólo porque es la única indubitable es la realidad radical […] Me doy cuenta de mí en el mundo, de mí y del mundo- esto es, por lo pronto, “vivir”. Ese “encontrarse” es, desde luego, encontrarse ocupado con algo del mundo. Yo consisto en un ocuparme con lo que hay en el mundo, y el mundo consiste en todo aquello de que me ocupo y nada más. Ocuparse es hacer esto o lo otro –es, por ejemplo, pensar [José Ortega y Gasset; «¿Qué es filosofía?»]

Y, levantando piedra tras piedra, Ortega ahonda más en las categorías vitales de esto que llamamos hombre. El hombre vive ocupado y, esto es, embebido en el tiempo; y el tiempo del hombre es un proyectarse hacia el futuro heredando el pasado, es un proyectarse hacia el querer ser. Todo ser ha sido un querer ser. De aquí que Ortega extraiga la brillante conclusión que lo importante en esta vida es la pre-ocupación, la proyección de lo que ansiamos ser. Y aquí nos damos de lleno con el mensaje esperanzador orteguiano: el futuro es obra de las proyecciones del presente, es obra de las decisiones del presente.

Ortega pone la filosofía de su tiempo al alcance de aquellos que constituyen dicho tiempo:

Imaginen ustedes por un momento que cada uno de nosotros cuidase tan sólo un poco más cada una de las horas de sus días, que le exigiese un poco más de donosura e intensidad, y multiplicando todos estos mínimos perfeccionamientos y densificaciones de unas vidas por las otras, calculen ustedes el enriquecimiento gigante, el fabuloso ennoblecimiento que la convivencia humana alcanzaría. Eso sería vivir en plena forma; en vez de pasar las horas como naves sin estabilidad y a la deriva, pasarían ante nosotros cada una con su nueva inminencia. No se diga tampoco que la fatalidad no nos deja mejorar nuestra vida, porque la belleza de la vida está precisamente no en que el destino nos sea favorable o adverso –ya que siempre es destino-, sino en la gentileza con que le salgamos al paso y labremos de su materia fatal una figura noble [José Ortega y Gasset; «¿Qué es filosofía?»]

¡Ah! ¡Suero y yodo! ¡Mis heridas se cierran! Esperanza, estas palabras están cargadas de esperanza que, al fin y al cabo, es un querer ser, un desear ser. Ortega lo pide, lo vocifera, desea que el pueblo español se pre-ocupe que no se deje llevar y deje su preocupación en la vida del vecino; quiere apartar al español de a pie de la masa ingente de borregos despreocupados, que se apoyan en la preocupación ajena.

Lamentablemente siempre tengo un cuchillo oxidado a mano con el que reabrir viejas heridas. Hoy, en la noche de un Diciembre frío, cuando hace 90 años que el curso de Ortega se llevó a cabo, el español de a pie está cada vez más apoyado en las preocupaciones de otros; es más, es muy español eso de que “se preocupen ellos que para eso les pagan”. Hoy, el navío no es ya la Santa María sino un madero carcomido y quebradizo al que algunos se aferran como si les fuera la vida y otros se dejan llevar por la deriva, esperando llegar a tierras mejores. Un madero destrozado por aquellas andanadas y por la carcoma interna que parece no tener más ambición que la fitofagia, parece no tener más futuro que el presente engullidor. Y allí me encuentro, navegando junto al madero sin lugar al que asirme, ya que nadie quiere ceder un lugar que sirve de alimento a sus burdos proyectos. Lo observo todo desde la perplejidad y me entrego a pensamientos sobre la esperanza, la salvación y el destino de ese carcomido tablón; unas reflexiones que no dejan de ser heredadas de otro navío: el de la cristiandad. ¿Navío? ¿Qué habrá sido de él? Ante tal panorama de desolación y destrucción es posible que ya no quede ninguna nave, salvo las que seguro que se estarán creando en los astilleros. Y, entre los gritos de la muchedumbre, miro alrededor y veo que no estoy solo, hay demasiada gente observando el festín. Y pienso en el navío de la cristiandad que, como nosotros, aún guarda esperanzas pero ya está harta de esperar.

Y digo yo, a mis 22 años… ¡qué me queda! ¿Esperanza o resignación? ¿Ingenuidad o cruda realidad?

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.