Cuando la comida se convierte en basura
Parte de su trabajo como jornaleros, agricultores o ganaderos se perderá en cubos y vertederos de basura. Cada día, los barcos tendrán que devolver toneladas de peces muertos al mar. Los restaurantes cocinan lo que nadie comerá. El despilfarro de alimentos es una realidad que contrasta con los índices mundiales de desnutrición.
Más de mil millones de personas en el mundo pasa hambre a diario. En algunas zonas de África, Asia y América Latina tener una dieta equilibrada y suficiente es un lujo. En otras se desperdician toneladas: 1.300 millones cada año en todo el mundo, según la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). La cifra supone un derroche económico y un deterioro del entorno y de los recursos naturales de los que depende la producción.
Se calcula que esta acumulación de desperdicios equivale a tirar 750.000 millones de dólares que también repercute en el medioambiente; el proceso de descomposición de los alimentos genera elevadas cantidades de metano y hasta 3.300 millones gases de efecto invernadero que van a parar a la atmósfera. La acumulación de frutas, verduras, carne y cereales como el arroz, también produce una “huella de carbono” en los ecosistemas. Los suelos se deterioran y muchas zonas quedan inservibles para cualquier otro uso.
Según la FAO, en las fases de producción, manipulación y almacenamiento se dan los primeros pasos hacia el despilfarro. Después, tienen lugar en el procesado de los alimentos, su distribución y en el consumo. El deficiente suministro en algunas regiones explica que gran parte no llegue a miles de personas. En otras, las cantidades de alimentos exceden a la demanda real.
El cliente prefiere llenar la despensa de productos que consumirá más adelante, por lo que algunos supermercados retiran aquellos a los que les quede poco tiempo para caducar. Una vez fuera de las estanterías, su destino son los cubos de basura. En ellos también terminarán las frutas y verduras que no tengan un aspecto de revista o los alimentos frescos que al final del día no se hayan comprado. Para evitar que toda esa comida se pierda, hay personas que acuden a los puntos de venta para recoger esa comida que “sobra” y repartirla entre varias familias.
La apariencia y el físico atraen al consumidor que compra con la vista. Para ello, las empresas extreman el cuidado y el aspecto del envoltorio para lograr una buena presentación. Algunos productos deben pasar por un riguroso proceso de selección antes de ser puestos a la venta. En él, el tamaño, el color y la forma importan de manera decisiva. A muchos, como es el caso de las naranjas, se les someterá además a un proceso de lavado, secado y encerado. Las que sean demasiado pequeñas se tirarán y en el mejor de los casos se aprovecharán para hacer zumo.
La naturaleza proporciona una serie de recursos que se le devuelven en forma de desperdicio. Es el caso del pescado que muchos barcos capturan a diario. La Política Pesquera Común de la Unión Europea (PPC), establece un máximo en las cantidades que se pueden llevar a tierra; pero las redes no entienden de límites y el excedente de peces que muere a bordo, se tirará de nuevo al mar. En concreto, 1’7 millones de toneladas al año.
En España, los hogares desechan hasta 28 kilos de comida al año y los restaurantes 63.000 toneladas anuales. En Estados Unidos y en Reino Unido al menos el 30% de la comida que se compra, se tira.
El último eslabón del proceso alimenticio es el ser humano. Su oferta se estructura en función de la demanda. La planificación, la organización y la previsión en los hábitos de consumo pueden contribuir a cambiar el concepto de producción y evitar que la comida se convierta en basura.