Hasta hace poco, aquello que constituía una extravagancia moderna o una necesidad de otros tiempos se está convirtiendo en algo cotidiano. Jamás me hubiese imaginado a mi amigo Ismael, otrora empresario de éxito, circulando en bicicleta por la ciudad vistiendo una ropa gastada que no le correspondía o cultivando tomateras y borrajas en un huerto alquilado a medias con su cuñado “para entretenerse” como él mismo me aseguró.
Ismael abominaba a menudo de tales prácticas, como si perteneciesen a tiempos pretéritos cuyos tristes pobladores habían fracasado en todo y no podían permitirse el lujo de comprar en las tiendas y de conducir un todoterreno hasta para ir a mear.
Hacía tiempo que no le veía y justificaba su estampa por la ciudad dándole al pedal cuando “buscó la alternativa” mientras la ciudad estaba patas arriba por las obras del tranvía y a que se estaba enganchando a la vida natural.
Me comentó, envuelto en una especie de orgullo postizo que escondía un algo más que enseguida me dio a entender mediante un mirar extraño y un falseado tono de voz pretendidamente distraído del que no le van las cosas demasiado bien, atribuyendo en su descarga argumentos como que el sabor de los tomates de cosecha propia superaba con creces a esos que parecen ser de plástico y que compraba antes en las fruterías y otras virtudes como el contacto con la tierra, respirar aire puro y otras bondades que, cuando manejaba su empresa, ignoraba siquiera que existieren.
Nos despedimos jovialmente, emplazándonos en una próxima cita sine die, en algún lugar difuso de un futuro cercano y se alejó a bordo de la bizi del ayuntamiento a seguir buscando empleo, claro. Un empleo que se resiste a aparecer y que tal sea una labor ímproba, desagradecida y quizá inútil mientras el panorama que nos rodea siga igual. Que para días tenemos por mucho que tratemos de mirar hacia otro lado.
Y entonces me dio por pensar que tal vez no esté tan lejos el día en el que, por necesidad y no por otra cosa, los tomates de nuestro balcón y las bicicletas sean tan comunes como lo fueron aquí en otros tiempos o en esos países a los que nos ha dado por llamar “en desarrollo”.
Y si no, al tiempo.