Educar para la justicia
Pesa sobre nosotros la amenaza de un caos a escala planetaria. Sus mensajeros son la contaminación ambiental, el terrorismo, la proliferación de mercados criminales de armas, de drogas y de personas tratadas como mercancías.
Que en el mundo ya no gobiernan los dirigentes políticos es un hecho admitido con una naturalidad que espanta. Deciden los grandes intereses y ejecutan los gobernantes. Ya no priman los valores ni se reconocen referentes éticos universales. Imperan la fuerza, los resultados y la rentabilidad en el menor tiempo posible.
Al no haber respetado a los pueblos, organizados en naciones y en Estados, los nuevos poderes hegemónicos reproducen las conductas de los autócratas que asolaron territorios inmensos en nombre de ideologías perversas presentadas como panaceas frente al oscurantismo de religiones, de morales y de tradiciones arcaicas.
Ante este panorama que nos invade por los medios de comunicación, la tentación está en la huida o en encerrarnos en nosotros mismos en telas de araña que nos aíslan y nos desnaturalizan y vacían.
Frente a estas realidades, se impone la denuncia fundamentada y la aportación de propuestas alternativas. Porque otro mundo es posible y necesario, todos somos responsables.
A esta interpelación, cada cual debe responder en su propio ámbito. Lo concreto, sin perdernos en lamentaciones estériles pero sin abandonar una lucha en la que nos van la vida y la supervivencia del planeta.
Las organizaciones de la sociedad civil han comprendido que no pueden ser utilizadas como apagafuegos ni como instrumentos al servicio de políticas letales. Nuestro papel está en el tejido social, en estas células que es preciso regenerar para que revitalicen todo el organismo. Como aquel médico que, durante la Primera Guerra Mundial, acertó a cortar tiras de piel de las nalgas de los pacientes abrasados por las bombas de fósforo para sembrarlas en trocitos sobre las zonas quemadas. Cada una se reproducía siguiendo su propia dinámica.
Podemos actuar eficazmente sobre los niños de las sociedades más explotadas. No se trata de que pierdan ninguna seña de identidad sino de que vuelvan a ser los ejes del Renacimiento social para sus comunidades.
Si no podemos influir en los mercados controlados por el poder, sí podemos extender nudos de encuentro en redes de solidaridad en respuesta a la injusticia social que hemos aceptado como si fuera algo natural.
No hay un plan general ni una política universal, sino actuaciones concretas en lugares determinados. Existen proyectos en activo de escuelas rurales para niños en su primera infancia que pueden actuar como elementos revolucionarios de las sociedades en las que se desarrollan. Los niños acuden a esas escuelas rurales que ponen en contacto a gentes de diversas comunidades. La educación impartida es la que ofrece los valores conseguidos por el progreso mundial desde sus tradiciones que son fuente de saberes enraizados. Aprender a leer y a escribir, recibir los cuidados sanitarios necesarios, practicar la higiene más elemental, relacionarse y compartir para no ser esclavos de abandonos seculares.
Esos centros actúan como integradores dinámicos de la sociedad ya desde la primera infancia de los niños. Los padres y el resto de la familia son interpelados por esas realidades cuyos logros pueden contrastar cada día. Los centros actúan en reuniones de padres, promueven actividades, acercan mejoras agrícolas y sanitarias, de comunicación y de relaciones.
Los maestros y educadores, el personal sanitario y los programas de educación permanente son llevados a cabo por personas del país, en sus lenguas y tradiciones. No hay personal de la contraparte de la sociedad civil que promueve y sostienen esos proyectos más que para servir y controlar el desarrollo de los programas.
Estos proyectos están en marcha y no requieren inmensos recursos económicos. Ni se trata de utopías irrealizables. A no ser que comprendamos de una vez que hemos sido víctimas de un engaño colectivo que confundió el valor con el precio y que olvidó la grandeza del ser humano en beneficio de un desarrollo inhumano que lleva en su seno las raíces de su destrucción, hoy hecha posible en una humanidad interrelacionada.
Es posible la esperanza si abrimos los ojos y nos dejamos interpelar por las exigencias de una naturaleza amenazada.