Sé que me quiso desde el principio. Al menos yo me sentí querido desde el primer día que me miró a los ojos y vi deletreada en los suyos la palabra ‘bienvenido’. Antes de ese momento ya había escuchado hablar de ella. Todo el mundo la quería, y tal vez fuera imposible no hacerlo. De hecho, con el tiempo me acostumbré a ver brotar sonrisas alrededor cada vez que se mencionaba su nombre, que en realidad no era tal, sino el diminutivo cariñoso por el que todos la conocían. Titas.
Entré tarde en su vida, y lo lamento. Me hubiera gustado conocerla mejor, en su plenitud, cuando convertía cada día en un regalo para las personas que tenía cerca. Lo suyo era escuchar, comprender y ayudar. Sobre todo ayudar. Nunca la oí quejarse, ni verter ninguna crítica. Titas era, más que una buena persona, una persona inmensamente buena. Alguien que no merecía que en un texto como éste se la recordase en pasado mientras, en realidad, ella aún respira.
Porque Titas vive, pero ya no está. Hace años que empezó a dejar este mundo, tan necesitado de personas como ella, para ir adentrándose en la niebla. Fue un proceso lento y complejo, al principio desconcertante, finalmente inexorable. Sin vuelta atrás.
Yo llegué cuando comenzaba a irse. Sin embargo, a ambos nos dio tiempo a sonreírnos, a anudar lazos de complicidad, a adivinarnos pensamientos antes de pronunciarlos. No me lo dijo, pero tengo la certeza de que hasta el final se alegró de mi llegada, aunque eso implicó separarse de parte de lo que más amaba, su hija pequeña.
Titas lo hizo fácil, como siempre. A veces complicamos las cosas, pero realmente la receta es sencilla y ella la conocía: se trata de dejar ser felices a las personas que quieres. Sin prejuicios, sin estúpidas normas, sin dejarse lastrar.
Unas navidades, cuando ya la oscuridad se cernía sobre su memoria y le robaba el alma, tuvo uno de sus últimos gestos de lucidez. Sin pedir consejo se acercó a la tienda y compró para mí la miniatura de guitarra que llevaba días viendo en el escaparate durante sus paseos en compañía de Manolo, de sus hermanas o de alguna de sus hijas. Aquel día la música brilló entre la niebla. Ella apenas sabía lo que era una guitarra eléctrica, pero sí que yo las adoraba. Con eso le bastó, igual que en su momento tuvo suficiente con saber que su hija pequeña me quería para que ella también lo hiciera. Así fue siempre. Ella no preguntaba, hacía.
Esa pequeña guitarra, humilde y sencilla como fue Titas toda su vida, es uno de los mejores regalos que me han hecho nunca.
Dentro de un par de días volveré a verla, aunque ella ya no esté. Me lo recordará su cuerpo consumido, su mirada vacía. Esos ojos que un día me dieron la bienvenida y que tanta dulzura derramaron para todos son ahora incapaces de expresar nada, sometidos a la cruel tiranía del alzheimer, que hace años le desconectó definitivamente el interruptor. Tal vez nadie merezca algo así, pero Titas lo merecía menos que nadie. Tampoco Manolo, que sigue a su lado sin condiciones, mimándola como a una niña pequeña e indefensa. La niña que nunca dejó de ser.
Lo dice Lapido en su último disco: “Buscastéis el sentido de la vida, y la vida siempre ha sido así. Dura como el olvido, breve como una caricia. Quizá os lo digan cuando ya no haya vuelta atrás”.
Hoy, esa réplica de Stratocaster adquiere el significado de todo lo que no admite vuelta atrás. La vida es injusta, sin duda, pero en ella caben también momentos de luz. Titas los derrochó, antes de que ella misma se apagase.
Trataré de que mi hija lo sepa algún día. Cuando pueda comprender la historia de esa pequeña guitarra que me regaló su abuela en sus últimos momentos de lucidez, cuando ya no había vuelta atrás. Justo antes de, como vuelve a cantar Lapido en una de mis canciones favoritas, quedarse dormida para siempre en el carrusel abandonado.