Celebramos unas fiestas ancestrales, por Navidad y Año Nuevo, que se montaron sobre otras relacionadas con Mitra o con Saturno o con Osiris o con el solsticio de invierno.
Lo que importa es la celebración del cambio estacional, desde la noche más grande del año, acogiendo un nacimiento que simboliza la esperanza, el renacer, la nueva vida. Tiene que ver con nuestra propia infancia, esa dolencia de la que uno felizmente no se cura. Es un fenómeno cultural con miles de años de “historia”. En otras latitudes, de forma similar se “celebra” el nacimiento del Buda o de otros avatares de la divinidad como quiera que se conciba. Y siempre en relación con la mutación de una naturaleza viva y palpitante aún bajo las nieves del invierno, los árboles sin hojas y la tierra yerma que se prepara para un renacimiento impresionante en la primavera.
¿Es esto antropomorfismo? ¿De qué otra manera podemos considerar nuestra existencia humana, y no sólo animal, sino vinculada al medio ambiente en el que “vivimos, nos movemos y somos”?
Aún desde la perspectiva más materialista no podemos ignorar los hechos culturales que sostienen nuestra personalidad y nuestra forma de vivir, nuestro progreso y nuestra lucha por una sociedad más justa y solidaria, más libre y que reconozca el derecho de todos los seres a la búsqueda de la felicidad.
Como tampoco tenemos que imaginar paraísos o edenes semejantes después de la muerte. Igual que no sufrimos por lo que “éramos” antes de nacer es absurdo preocuparnos por lo que “seremos” después de la muerte.
Algunos se empeñan en banalizar nuestra existencia. Fuera tradiciones, costumbres ancestrales, festividades y celebraciones descalificadas como mitos. ¿Qué es el mito sino una realidad más allá de la verdad?, como dicen Tolkien y Lewis. Reflejan una realidad para aquellos que los han creado y que conviven con ellos, aún conscientes de que no encierran toda la verdad.
Sería una actitud adánica e iconoclasta si no fuera por lo insostenible de sus planteamientos que tratan de ocultar no poca ignorancia y el miedo a lo desconocido que producen la temida inseguridad.
Porque, aunque la vida no tuviera sentido tiene que tener sentido vivir aquí y ahora, en un mundo de relaciones y de posibilidades, al menos la de no trabajar como bueyes uncidos a un arado ni como esclavos sino como artífices de nuestra propia realidad.
Dejemos el envoltorio y disfrutemos del regalo, del presente de esa reunión familiar, de esa vuelta al hogar, sí, al seno en donde un día te supiste acogido y querido. Que eso es el hogar, el lugar en dónde nos esperan y acogen porque nos pertenece al tiempo que les pertenecemos.
No tenemos por qué sucumbir a la indecente agresión consumista. Ni tenemos por qué asistir al templo, si no queremos, ni creer en planteamientos ideológicos que enmascaran la fecunda realidad de la vida que celebra las estaciones, los pasos, los frutos, las pruebas iniciativas mediante bailes y comidas, danzas y vestidos, juegos y abrazos. ¿Por qué no permitirnos recuperar nuestros sueños de infancia compartiéndolos con nuestros hijos y nietos, con amigos y conocidos? ¿Por qué no salud-darnos mediante el deseo de la felicidad?
Sólo una persona ajena a la cultura y a las realidades que nos sostienen, es capaz de rechazar como absurdas estas celebraciones. ¿Podríamos comprender algo de nuestra historia, del arte y de la cultura, sin ese humilde judío de Nazaret, que pasó haciendo el bien, acogiendo a los marginados, que desafió a los poderes constituidos de su tiempo, que predicó las Bienaventuranzas, que amó y fue amado, que hizo que el sábado fuera para el hombre y no al revés, que superó las ataduras religiosas y sociales de su tiempo, que enalteció a las mujeres, a los niños, a los pobres y a los ancianos y que trajo la Buena Nueva para todos los seres humanos: Amaos los unos a los otros y buscad el Reino que pertenece a los que padecen persecución por causa de la justicia, a quienes dan de comer al hambriento, de beber al sediento, que visten al desnudo, que enseñan al que no sabe, que consuelan al triste, que comparten. Y que no juzgan ni condenan sino que siempre están dispuestos a acoger con un brazo mientras que con el otro aportan propuestas alternativas a las injusticias sociales que denuncian sin cesar formando muros y redes de solidaridad.