Formulo una declaración: Nada de lo humano me es ajeno.
Es muy difícil que no sea así, por la cada día más creciente interdependencia entre los pueblos del mundo. La velocidad de las comunicaciones lo permite. No nos puede ser indiferente el dolor humano y la injusticia, por lejano o cercano que sea el escenario geográfico donde ocurra. Y dejo claro, también, que no sólo por las comunicaciones conocemos al ser humano. Conociéndose uno a si mismo, conoce al semejante.
Nos debe mover constantemente, como hombres de fe y de razón, la conciencia hacia una transformación del corazón, de uno de piedra por uno de carne (Ez 36, 26), o de un cambio de actitudes espirituales que, como afirmara Juan Pablo II, en Centesimus annus, definan “las relaciones de cada hombre (religioso o no, pero persona de buena voluntad) consigo mismo, con el prójimo, con las comunidades humanas, incluso las más lejanas y con la naturaleza, y ello en función de valores superiores”.
Esos valores son: bien común, pleno desarrollo de “todo el hombre y de todos los hombres”, como, felizmente, expresara Pablo VI, en Populorum progressio.
La democracia económica no puede ser lograda sino existe solidaridad en sus ejecutores, y si a éstos, no les duele la suerte de los demás. Ello comporta un cambio o “conversión espiritual”. De actuar movidos por la ética, la honestidad, la transparencia, la responsabilidad social y la solidaridad en el ejercicio de la actividad económica.
Benedicto XVI en su Encíclica Cáritas in veritate afirma que, la actividad económica como “actividad del hombre y precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente”.
La actividad económica realizada en un ámbito compuesto por tres instancias – mercado, Estado y sociedad civil – necesita la solución de graves problemas sociales que existen en el mundo de hoy, en el malestar de los pueblos ante una globalización sin alma y sin reglas.
En esa actividad, principios, como el de la gratuidad, no puede ser ajeno. La caridad en la verdad es su expresión. No es opuesta al beneficio, sólo que éste debe llegar a todo necesitado. El lujo debe disminuir en aras de la felicidad de todos. Parece que el mundo necesita más de Jesucristo resucitado.