Hace unos días, una mujer fue asesinada “presuntamente” por su expareja en un pueblo de Granada. En lo que va de año ¬—según publicaciones periodísticas— , 56 mujeres han muerto a manos de alguien con quien mantenían, o habían dejado de mantener, una relación personal. El número de féminas víctimas de violencia es aun mayor, entendiendo que —como en los accidentes de tráfico— no todos los casos de tortura tienen como resultado la muerte del perjudicado. También los niños forman parte de la larga lista de agredidos; incluso hombres, que han perdido la vida por la violencia en su entorno familiar. Entre las víctimas hay circunstancias que convergen: existe un individuo con superioridad física y/o emocional y otro en inferioridad de condiciones (con indiferencia del sexo, edad o constitución corporal); y éste personaje, a su vez, se cree dueño de la vida del receptor de sus golpes (sean éstos físicos o psíquicos).
En España aun acarreamos la idea de que el macho es el cabeza (o cabezón) del grupo familiar. La dictadura del miedo la hemos sufrido durante décadas y su rastro aun asoma cuando escarbamos un poco en las relaciones sociales. Esta prepotencia unida al derecho de causar daño al “inferior”, está presente en muchas de las actividades lúdicas de una gran parte de nuestra sociedad: los festejos populares donde se maltrata a un animal, la caza y la pesca. Un dato a tener muy en cuenta en el caso de la mujer mencionada en el comienzo de este texto, es el de que el “presunto” homicida fue denunciado anteriormente por su víctima tras “haberla amenazado con una escopeta de caza”, así como “acusarla” de mantener relaciones con otro hombre, con el consabido argumento de que «si no era para él, no era para nadie».
Consciente o incoscientemente, los que matan el tiempo matando, enseñan a sus vástagos que, cuando uno se percibe superior, puede pisotear al que considera insignificante; incluso, con licencia para quitarle la vida. Ante esta perspectiva, no nos puede sorprender que exista violencia entre los propios grupos infantiles (lo han “mamado”). En el futuro, estos niños que hoy aprenden que, a mayor capacidad de dominio, trae consigo mayor dureza en el trato, tienen todas las “papeletas” para que en su vida adulta se conviertan en perfectos déspotas, arrogantes y crueles.
Si por el contrario, en la vida cotidiana y en nuestro esparcimiento, se enseñara que la superioridad (en algunos aspectos), es un atributo que debemos usar para ayudar al más débil, —tal y como debería ser—, no tendríamos que sufrir las dramáticas consecuencias que trae consigo el actual arquetipo de conducta. La valentía se demuestra ayudando al más indefenso. La vida de nuestro semejante no nos pertence, como tampoco somos dueños de la del resto de los animales, por muy inferiores que parezcan a nuestros ojos. Dentro de un maltratador (o maltratadora), reside un gigantesco cobarde. Como dijo M. Gandhi: «Un cobarde es incapaz de mostrar amor, hacerlo está reservado para los valientes.»
Yolanda Plaza Ruiz
http://noestamalserhumildeporlasdudas.blogspot.com/2010/07/dentro-de-un-maltratador-reside-un.html