Rebuscando por entre un montón de libros de poemas me encuentro con el reloj de oro alemán, con el Festina que me regaló mi querida abuela a manera de presente ante mi comunión de primera y que aún conservo arropado por el mejor de los paños: los versos de una pléyade de poetas. El Festina de oro alemán (o por lo menos era lo que a mí me decían) que en la muñeca de un chaval de nueve años era todo un acontecimiento de magnitud por entonces desconocida. Significaba casi rozar la hombría, adherirse al estreno de un comportamiento diferente, atravesar la estela de los aconteceres apuntalados y plantarse de plano, cara a cara, ante el uniforme multicolor de la vida; en definitiva, quedar cualificado para el estremecimiento. Todo ello y más es lo que supuso el obsequio dorado que me trajo Lela. Que atrás se me quedaban ya algunos juegos, los bancos alargados de la escuela de mi padre, y también los primeros amigos. ¡Que por el camino se me iban quedando tantísimos sucesos!… Que los más elementales conocimientos dejaban paso, de manera irremediable, a lo que por entonces se denominaba el Ingreso.
Y este hallazgo, yo diría que bañado en pura magia, hace que se me vengan de pronto a la memoria los pupitres barnizados y de dos asientos del Colegio Colón de los Hermanos Maristas de la calle San Andrés. El Colegio Colón, con aquel patio rectangular de losetas grises y adornado con arcos en donde desde muy temprano formábamos filas por orden de curso y letra, puestos de cara al sol que ya estaba luciendo, antes de incorporarnos a las distintas clases de cada día. Me parece que era Religión la primera asignatura, la más mañanera. Después vendrían: Lengua Española, Geografía, Matemáticas, Dibujo, Formación del Espíritu Nacional y Educación Física. ¿Las notas?… Hombre, si quitamosla Religión, el Dibujo yla Formacióndel Espíritu Nacional, con notables de 8, el resto nadaban en la más lastimosa mediocridad, francamente. Y es que la hora del recreo en aquel patio era lo que me tenía encandilado. Aquel patio de los entretenimientos y de los sueños…
El equipo del Gil Martín, perfilando tácticas y afinando en sábado sus canastas; el director Jesús Lamata, de humanidad gruesa y llana; el hermano Bernardo, de cejas enarcadas y futbolero donde los hubiera remangándose la sotana para chutar con estilo a las porterías enmarcadas; el empollón de Cuevas con los mocos asomando; Jimeno el grande imponiéndose ante todos; Villaseñor y su prudencia a cuestas; los hermanos Rengel, uno de ellos enamorado de la señorita Vela; Cabot, el de Isla; el siempre sonriente Pascual; Cordero en tranquilidad desesperante; la inocencia de Jacobo; el amigo Fortes; González de Canales pasando consulta; Mora, el cinéfilo; Quiles pateando balones para la posteridad; Conejo, el travieso impenitente; el pundonor de Bayo; Valiente y su sempiterno flequillo; Paco Granja, diplomático y dueño de la colección completa de El Coyote; Antonio Navas, invitándome, tarde sí tarde no, a su casa para ver Bonanza o jugar al monopoly… Y en aquel patio marista, de losetas grises y con arcos, un festival inédito en el que un alumno de cuarto, en plan Paul Anka, interpretaba Diana…