Son las tres y dieciocho de la madrugada. Los bares han cerrado, y mi estado emocional, racional y … etílico me llevan a sentarme frente al ordenador y teclear unas palabras. ¿Por qué? Quizás no exista por qué. Tan solo necesidad de escribir. ¿Sobre qué? Pues por ejemplo, sobre cómo una noche puede acontecer.
Tras un capítulo de mi serie favorita salgo a cenar, y me apetece, no lo de siempre, sino algo diferente. Un McDonadals. Eso es lo que me apetece. Un menú BigMac con patatas normales, y esa es mi cena.
Tras la cena, un café en un local en el que por la tarde he jugado unas partidas al ajedrez. Tras el café un cigarro sentado en el banco de la plaza desde la cual puedo observar los nidos de las cigÁ¼eñas en los torreones de la catedral. Por única compañera mi soledad, pero eso no importa.
Decido tomar una cerveza en La Panadería, bar de Alcalá de Henares que me encanta frecuentar. Supongo que será porque es el único bar en el que conozco a alguien, a uno de los camareros.
Entro solo, y en cuanto puedo cojo un sitio en la barra. Parece que así se siente un hombre más seguro cuando no conoce a nadie, aparte del camarero.
Llega un grupo de “maduras” y me da conversación. Todas me hablan de sus vidas, de sus maridos, de sus hijos, y sin duda veo cómo esta noche es su noche, la noche en la que rompen con sus quehaceres diarios y se inmiscuyen diréctamente en la noctámbula vida del que no tiene a nadie esperando entre sus sábanas. Me dejo querer. Me dejo llevar. Pero hasta cierto punto. Cuando deciden abandonar el local les digo que yo me quedo, que continúo donde me encontraron.
La noche va pasando y la camarera va soltándose, hablando conmigo. Y el camarero, al que yo conocía de ante mano, también. Su círculo se va convirtiendo en mi círculo, su cotidianeidad va apoderándose de mi soledad y me va adentrando en un lugar en el que ya no estoy solo, sino que por momento voy conociendo a gente, personas que los conocen a ellos.
Ya no estoy solo. Ya formo parte de algo mayor a aquello que formaba mi ser cuando salí de casa haría unas cuatro horas.
Unos chupitos van, unas cervezas vienen.
Son las tres de la mañana y mi paradigma ha cambiado completamente.
Pero la persiana del bar comienza a bajar. Las personas que rellenan el aforo van pagando sus deudas y marchando a no sé dónde, y aquello que formaba mi círculo hasta minutos antes comienza a disolverse en la quietud del tiempo que todo lo pone en su lugar. Se disuelve mi mirada en la mirada de los otros, y la luz que hasta ese momento era tenue se convierte en la senda que seguir para abandonar amablemente el lugar en el que mi estado etílico ha variado considerablemente.
Salgo a la puerta y el círculo se rompe. Cada cual sigue su camino, cada grupo se afianza en sus miembros, en lo que conocen, y todos tiran para su lado. Yo para el mío. Solo de nuevo. Solo, como comenzó mi periplo nocturno.
Vuelvo a casa y escribo estas líneas.
A nadie echo de menos, mas tampoco me importaría no haber escrito ni una sola de estas líneas, con lo que eso significara.