Un día más, un día menos, un día más sin trabajo, un día menos de subsidio. Fuera llueve, el día está gris, como todos estos días de atrás, o al menos a mí me lo parece, no importa que haga sol o que haya llegado la primavera, para mí el día está gris.
No sé que hora es, no importa tampoco, me levanto por inercia, por rutina aprendida y repetida con el paso de los años. Miro a mi izquierda, la cama está vacía, como siempre, como desde que ella se fue, buscando otra vida, la felicidad, alguien que le ofreciera lo que yo no podía darle, aunque yo pudiera haberla dado todo, todo lo que soy, pero puede que no fuera suficiente.
Hoy puede ser un día diferente, lo sé, pero no lo quiero reconocer, por fin tengo una entrevista de trabajo, tras dos meses de búsquedas infructuosas he conseguido esta migaja que puede convertirse en mi pan para los próximos meses.
No es gran cosa, pero es algo, y cuando no se tiene nada, algo es mucho. Sería Administrativo de una empresa de servicios, sin responsabilidad más allá de cumplir bien las órdenes y no confundirme con los documentos, algo simple, algo accesible para mí, para mi experiencia de 20 años de Jefe de Contabilidad de una empresa constructora.
Me pongo mi mejor traje, el negro con finas rayas blancas. Camisa blanca, corbata sobria, peinado conservador y la mejor de mis sonrisas.
Tomo el metro por costumbre, no por voluntad, y noto que está vacío, había olvidado la sensación del metro vacío. Cuando trabajaba estaba lleno, era otra hora, era otro momento, ahora no, ahora está vacío.
Cuando llego a mi destino me entran los nervios. La empresa está situada en un pequeño edificio de arquitectura más gótica de lo habitual para Madrid. El portero me mira con recelo, no me conoce y duda de mis intenciones, desconozco la razón, pero lo hace y me genera inseguridad, justo lo que no necesito.
Tras una pequeña espera en la oficina, situada en la quinta planta, me recibe el Director de Recursos Humanos de la empresa, un tipo joven, de no más de 35 años, repeinado y con una sonrisa que huele a mentira. Le sigo por un angosto pasillo hasta lo que él llama la Sala de Juntas y allí empezamos la entrevista.
Me pregunta por mi experiencia previa y queda impresionado por mis conocimientos aunque duda de mi capacidad de adaptación a una nueva organización, lo noto en su mirada. Hablamos de las razones del cierre de mi anterior empresa, y sonríe con sarcasmo, con la insolencia del que es dueño de una situación. Ataca con los idiomas, mi punto débil, otro más, y escribe mientras le informo de que no hablo más que el castellano, que nunca me hizo falta para cuadrar las cuentas, pero él no parece estar muy de acuerdo. Sin más, nos despedimos y dice que cuando termine el proceso de selección me llamarán para informarme del resultado. Los dos sabemos que no seré el candidato seleccionado.
Tengo 45 años, he trabajado 20 en la misma empresa, no domino la informática más allá del paquete Office, y no hablo nada de Inglés. Ni yo mismo me contrataría.