La prensa de hoy se ha hecho eco de una noticia de la agencia EFE sobre una sentencia del Tribunal Supremo que reconoce, en contra del criterio del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y La Mancha, el derecho de una mujer a recibir una pensión de viudedad pese a haber estado separada de su marido cuatro años antes de su fallecimiento -el fallecimiento del ex marido, se entiende.
Aunque para el redactor de la noticia sea significativa la contradicción entre las dos instancias judiciales, lo cierto es que nada hay de sorprendente que los tribunales se lleven la contraria los unos a los otros, como tampoco es nada raro que las argumentaciones jurídicas se presenten en un lenguaje difícilmente comprensible para el común de los mortales.
Ante el contenido de la noticia, la tentación inicial de cualquier articulista aficionado es cargar contra el Tribunal Supremo y el Poder Judicial en general, que los jueces siempre son un blanco jugoso gracias a su peculiar estilo de expresión y sus pintorescos argumentos para según qué cosas. Sin embargo, en esta ocasión el objeto de la mordaz intención del abajo firmante no se encuentra ni en la instancia judicial per se ni en la interpretación de la norma administrativa, sino sobre la norma administrativa en sí.
La pensión de viudedad, cantidad económica que reciben ciertas personas por razón de cumplir ciertos requisitos de matrimonio o convivencia con otras ciertas personas tristemente fallecidas, está regulada por la Ley General de la Seguridad Social de 1994. Es importante advertir, porque algunas veces se olvida, que el dinero con que se abonan las pensiones de viudedad no surge espontáneamente de la nada sino que procede de los impuestos de los contribuyentes y las contribuyentas.
Los artículos 174 y 174 bis de esta Ley establecen en primer lugar que la pensión de viudedad es un derecho vitalicio para el cónyuge superviviente de un matrimonio, siempre que el cónyuge fallecido haya cumplido ciertos requisitos de cotización a la Seguridad Social y algunos otros requisitos personales que no vienen al caso.
La Ley también aborda la regulación de las pensiones de viudedad en casos de separación y divorcio; lo cual despierta el interés de cualquier lector divergente puesto que a primera vista, viudedad y divorcio son conceptos incompatibles: Divorciadas y divorciados no pueden enviudarse porque para enviudar hace falta ser cónyuge.
Pues bien, la norma española también es aplicable a ciertas no-viudas o ciertos no-viudos, puesto que el artículo 174.2 establece que la pensión de viudedad se puede cobrar por un ex cónyuge -divorciado o separado- siempre que no haya contraído nuevas nupcias o constituido nueva pareja de hecho –hasta ahí podríamos llegar- y, además, que sea acreedora –o acreedor- de la pensión compensatoria a que se refiere el artículo 97 del código civil (compensación por el desequilibrio económico que produce el divorcio en una de las partes).
Y aquí se puede realizar un comentario malvado: la normativa vincula la existencia de una circunstancia particular en un convenio privado, o sentencia en un contencioso, de separación o divorcio –el abono de una pensión compensatoria- con una obligación del Estado –el abono de una pensión de viudedad-, que se hace efectiva a través de los impuestos que terceros ciudadanos pagan al Fisco. Dicho de otra forma, el desequilibrio económico que ha producido el divorcio de dos particulares sobre uno de ellos lo continuamos pagando todos los contribuyentes mediante la pertinente pensión de viudedad, en el caso de fallecimiento del ex cónyuge que abonaba la pensión compensatoria.
Pero la cosa no queda ahí.
Lo más interesante de la regulación actual sobre este asunto es la llamada concurrencia de beneficiarios con derecho a pensión (art. 174.2 2º párrafo); cuyo resultado puede ser -y es con frecuencia- la incautación de una parte (hasta un 60%) de la pensión de viudedad a la legítima viuda o legítimo viudo –es decir, al cónyuge o asimilado superviviente-. Dicho con otras palabras, el cónyuge viudo tiene que repartir con los ex cónyuges supervivientes los importes de la pensión de viudedad en función del tiempo de convivencia de éstos con el difunto –o difunta-, hasta un límite del 60%.
Gracias a la Ley actual, el matrimonio cesante adquiere una estrafalaria utilidad como mecanismo que puede garantizar un salario perpetuo para una de las partes a costa de la solidaridad social que merece una viuda –o viudo- por el fallecimiento de su cónyuge.
Se puede argumentar que la cantidad total desembolsada por la Seguridad Social no sufre aumento alguno por el hecho de que haya más de una persona que reciba la prestación, lo cual significa que los contribuyentes no resultan afectados en su bolsillo, pero también es cierto que la Ley equipara los derechos económicos del matrimonio extinto por divorcio con el matrimonio extinto por defunción.
En resumen, la normativa actual sobre pensiones de viudedad descansa sobre dos pilares: el primero establece que el divorcio no extingue el derecho de pensión de viudedad y el segundo establece que los derechos del cónyuge y eventuales ex cónyuges supervivientes se valoran en función del tiempo de convivencia marital de cada uno.
No puede decirse que ninguna de las dos circunstancias sea muy favorable ni justa para el cónyuge superviviente.
Y es que, en lo referente a las indemnizaciones matrimoniales, el casamiento es un contrato que trasciende las fronteras de la muerte y se adentra en el espacio-tiempo más allá de las dimensiones cuánticas conocidas. Por eso, cuando se anuncie el final de los tiempos y los muertos resuciten, puede que más de uno se encuentre al volver a la Tierra con una citación del Juzgado de familia reclamándole una pensión.