Es proverbial que cada doctrina tenga sus principios, actitudes o límites como manuales rectores, tal vez discriminatorios. Sin embargo, con frecuencia, intrusos modelo cuco aprovechan nidos ajenos para mantener presencias chirriantes. Basta con que puedan obtener ventaja de un soporte ya construido aunque diverja de sus más íntimos esquemas. Desde Gramsci, la izquierda -ultra y aun moderada- domina en exclusiva toda concepción docente. También, como sugiero, el liberalismo conservador se adecua a estos estándares con excusas superficiales. Existe una razón nítidamente revolucionaria o de acoplamiento seductor. La hegemonía cultural gramsciana (para el político marxista) consiste en aleccionar cualquier sociedad, desde los ámbitos cultural al moral, para que pueda ser domeñada por un grupo rector. De ahí el gran interés que esconde ofrecer al educando dogmas, arquetipos, y desdeñar su pleno desarrollo, como exige el concepto educación, para conseguir ciudadanos complacientes, de fácil manejo.
Armados de autoridad, de crédito injustificado, sobrevenido, inhabilitan cualquier voz que polemice sobre sus “verdades reveladas” de las cuales han hecho un santuario sagrado. Les sirven premisas y acciones insólitas, desatinadas. Da igual que rocen lo ilógico, lo absurdo -al menos lo dudoso- porque su evangelio debe triunfar con justeza o sin ella. Amén de semejante superioridad adscrita a “peritos”, existen numerosos legos cuyo atrevimiento queda exonerado por ese clan selecto que reparte competencias y credenciales. A cambio, solo se exige lealtad (culto) al líder bien amado que expele un maná ideológico cuando no prosaico. Seguimos necesitando mitos para superar nuestros límites y angustias. Por este motivo, siempre los buscamos en épocas de desorientación, de crisis. No miramos, ni nos atañe, que sean eficaces o inútiles, íntegros o farsantes, con tal que despierten ilusiones novedosas. Trump, nada menos, se ha convertido hoy en el sueño americano.
Más allá de la izquierda radical, vocinglera, extemporánea, populista de encarnadura no de método según Korstanje, el PSOE abandera la manifestación contra la LOMCE. Aparte dictados reverentes, impugna su propia ley: la LOGSE. Nadie a estas alturas, estimo, duda de que LOPEG (PSOE), LOCE (PP, sin aplicar), LOE (PSOE) y LOMCE (PP, sin aplicación hasta el momento), emanan -con pequeños matices- del tronco común LOGSE. Es decir, la base educativa en España sigue siendo aquella que aprobó Maravall en mil novecientos noventa, a cuyo precedente -el Libro Blanco- contribuí de buena gana. Fue una farsa más, un paripé indigno e indignante, que sufrieron profesores y sociedad. Desde entonces, la educación conforma un pretexto político que unos y otros utilizan como arma arrojadiza para conseguir fines diferentes, espurios; un señuelo que gran parte de la sociedad aplaude de forma consciente e irreflexiva. Las aguerridas protestas surgieron a principios del curso 2011/2012 en Madrid por recortes del profesorado y aumento consiguiente de horas lectivas. A la postre, el curso pasado, Ley Wert, reválidas y disminución del presupuesto para becas, se convirtieron en espoleta de la explosión estudiantil.
Resulta curioso, preocupante, la forma en que han politizado la labor educativa. Lo sé por experiencia personal. Aunque la llamada derecha no debe juzgarse ajena, es la izquierda quien marca los pasos estratégicos. Con el mismo tratamiento, cuando gobierna el PSOE todo se desarrolla bajo un horizonte de perfección, de satisfacciones inmensas. Impera la calma que se extiende, sibilinamente orquestada, a una sociedad indolente cuando no necia. Los discípulos de Gramsci lo tienen facilísimo en este país tan permeable. Enseguida atribuyen a leyes que propician (según ellos) la desigualdad, el rechazo, junto a infames recortes presupuestarios, el advenimiento del fracaso escolar. La relación causa-efecto es incuestionable, aseguran. No, nada tan falso como una verdad a medias y su prédica lo es.
Antes de la Ley General Educativa -llamada Ley Villar Palasí- en mil novecientos setenta, existían leyes franquistas. Con poco presupuesto y ratio descontrolada (yo empecé con sesenta alumnos de tres niveles) se conseguían resultados asombrosos. Era loable su espíritu de sacrificio, motivación y esfuerzo personal. Si nos olvidamos del cariz político-religioso -hoy normalizado aunque oculto entre mil biombos- el sistema educativo, básicamente con la LGE, cosechó triunfos notables e inconcusos. Ha sido la LOGSE, matizada hasta nuestros días, quien ha originado tanta vergÁ¼enza acumulada en los distintos informes PISA. Llevamos decenios a la cola de Europa en cuanto a resultados académicos se refiere. Ahora gozamos de un presupuesto mucho mayor que el de los años sesenta, en términos absolutos y relativos, siendo evidente el deterioro que se infiere al momento actual. No son, por tanto, determinantes ni los recortes dinerarios ni tampoco el del personal que pueda reducir la ratio.
El problema, digo, sobrepasa presupuestos y acicate profesional, otro hándicap poco analizado y actualmente en caída libre. Esta desventura arranca de su esencia, de la epistemología del conocimiento y del tipo de escuela. Todo conocimiento gira sobre dos pilares: constructivismo y conductismo. Ambos presentan versiones contradictorias sobre virtudes y fallos; parecidos porcentajes en pros y contras, en éxito y fracaso. Los dos son ventajosos o inicuos, según se mire, pero el constructivismo potencia una evidente falta de interés, esfuerzo y capacidad de sacrificio al considerar que el sujeto adquiere el conocimiento a través de la propia experiencia, sin esfuerzo apriorístico. La Escuela Comprensiva y su promoción automática ahogan todo estímulo individual e impide cualquier grado de emulación, básico en el acontecer educativo. El resto de argumentos son tan falsos como interesados, desde mi punto de vista. De aquí radica el problema de la educación española y mientras no se subsane esta filosofía, el fracaso escolar está asegurado y la indigencia social y económica también.
En esta situación, la mediocridad es concluyente. Acaso se busque llegar al punto en que Gramsci aseguró. “Nuestro optimismo revolucionario siempre se ha fundado en esa división crudamente pesimista de la realidad humana en la que inexorablemente hay que pasar cuentas”. ¡Pobre individuo!
Manuel Olmeda Carrasco.