Hace unos días se puso epílogo al affaire del ciclista norteamericano Lance Amstrong, que ha significado desposeerle de los siete títulos de ganador del Tour. Este es el último caso y sin duda el más sonado en relación al ciclismo. Como soy tendente a la ensoñación y fabulación me imagino un castrense escenario en el que se le despoja de las charreteras, medallas y estrellas al general que cayó en el deshonor de haber ganado la guerra sin disparar un tiro. Eso al menos, es lo que aparenta el castigo a un corredor ciclista que pareciera que sólo iba a las etapas del Tour- Oh lá lá, le grandeur- a firmar el acta de salida y que cuando los demás llegaban al límite de su propia osadía física entrando en la meta con los belfos babeantes y la mirada perdida, él, el siete veces campeón, bajaba del coche del equipo fresco y radiante por el reflejo del maillot amarillo y sonriendo a los miles de cámaras que le hacían la pelota, cruzaba la meta con un simpático salto, sin riesgo alguno de torcedura de tobillo, para darse la mano con unos sujetos con cara de bebedor de beaujolais y un distintivo en el pecho con el reclamo de ser los “barandas” de todo ese cotarro.
Es tanto el afán purificador en el ciclismo por parte de nuestros vecinos franceses que no me extrañaría que un mal día decidan que las pulsaciones en esfuerzo que poseía nuestro Induráin corresponden en realidad a un espécimen extraterrestre y por tanto, al ser una carrera para seres humanos, le despojen de sus triunfos que ningún dopaje pudo poner jamás en duda. Tiempo al tiempo y dios no lo quiera.
Entramos en un terreno pantanoso cuando el sentido común nos empuja a analizar el macabro juego del negocio versus deporte. Drogarse es malo. Intrínsecamente malo hasta para el último mortal, tomando la escala de las denostadas castas como referencia, pues ya se sabe que un hombre o mujer dopados son tan imprevisibles que se convierten en incontrolables. Estar drogado o bebido es una forma de dopaje que a veces tiene la excusa de la falta de autoestima pero reconozcamos que no está bien -¿ó sí?- Se puede preguntar a un borracho por qué bebe y casi siempre te dirá que para olvidar aunque puede que mienta. Se puede preguntar a un deportista de élite por qué se dopa y te dirá que tiene que ganar por encima de todo, y no te miente.
Yo creo que lo que ocurre de verdad es que en cualquier actividad deportiva de competición sólo importa el resultado del espectáculo, no del esfuerzo, casi siempre sobrehumano y así el Tour, la prueba ciclista más importante del mundo por otra parte, somete a los participantes, deportistas de carne y hueso en definitiva, a la prueba más dura como es luchar contra sí mismos. Unas mentes que tienen puesta la mirada en los derechos de emisión, los ingresos por publicidad, el patrocinio de grandes corporaciones, las comisiones o prebendas y la grandeur, naturellement, se empeñan, en cada edición, en trazarla más difícil todavía, como ese reto insuperable que agota solo de medirlo y, claro, los que ponen las piernas y la determinación por la victoria – e incluso sin ella- tienen la disyuntiva de no acudir, cosa imposible porque sus contratos obligan o, para no sufrir un infarto o quizá algo peor como es el ridículo de quedarse clavado en una cuesta, se tienen que fiar de un médico que les propone el chute de EPO para tener la chispa del último kilómetro. Los que se dopan son unos tramposos, no lo discuto pero ¿no son igualmente tramposos los que endurecen las condiciones en busca de unos fines manifiestamente poco deportivos?
Fijándonos en el caso Amstrong, confieso que al principió le admiré por la épica que suponía correr habiendo superado un cáncer de cojones, nunca mejor dicho, aunque luego me empachó su arrogancia cuando chuleaba a nuestro Contador, posiblemente por aquello de la raza, pero nunca dudé de la supremacía y potencia de que gozan los campeones y él lo era. Todo un campeón a pesar de todo.
Si yo fuera un paleto (que lo soy, para qué nos vamos a engañar) pensaría, con ése sexto sentido que da la ignorancia, que algo no cuadra. Cuando Lance gana siete Tours de Francia, dopado o no, me habita una mosca en la oreja y no tengo más remedio que preguntar: Con tantos “vampiros” asaltando las estancias de los corredores con nocturnidad y ¿alevosía?, armados de las últimas y sofisticadas técnicas de detención de sustancias prohibidas en sangre, ¿cómo es posible que en esos largos años y en las demás competiciones en las que participó nunca diera positivo?
Se dice que el delito siempre precede a la ley y que los malhechores se adelantan al orden. Por lo que parece, los métodos que empleaba el norteamericano iban más allá de lo científicamente conocido. Oh, lá lá
-¡Jodo petaca!- diría el paleto.
De momento, los próceres del ciclismo galo deberían mandar a casa de manera fulminante a los médicos antidoping de servicio en ésos años. Eso para empezar; luego dimitir para dedicarse al dolce far niente a la vera de un vasito de beaujolais o de la botella entera. Por último, renunciar al machaqueo de los pobres ciclistas que son víctimas de unos intereses que van desde ganar dinero con el espectáculo de video juego por parte de la organización hasta aquellos equipos que quieren triunfar a toda costa para no perder la pasta que aquella multinacional aporta y de la que saca pingÁ¼es beneficios….si se pisa meta sin nadie delante.
No creo que Amstrong o Pantani o Virenque o Contador o Ullrich o Vinokourov o tantos otros ciclistas fuera de serie, fueran tramposos por naturaleza. Más bien convenga admitir que la causa es la obligación de llegar primero, cueste lo que cueste, haya que hacer lo que haya que hacer, olvidando las reglas del marqués de Coubertin, aunque el espíritu olímpico ya se sabe que murió atropellado por la irrupción del Capital en el deporte. Tampoco creo que nosotros, los espectadores, seamos inocentes; es más, somos tan culpables como todos los otros protagonistas del lío. Estar tomando un café viendo en la tele cómo tu favorito flaquea anima a la crueldad que todos llevamos dentro y predispone a los actores del pedal, -que por no sentir no sienten ni las piernas- a ofrecer su mejor inmolación para seguir contando con nuestra admiración hacia su pelea contra lo inhumano. Además, desde la barrera se ven muy bien los toros.
No quiero personalizar en Amstrong mi arriesgada reflexión; tampoco disculpar a los pillos. La hipocresía es el problema. Esa hipocresía que nada en la abundancia en un mundo al revés, capaz de convertir en bueno lo malo y al contrario, según convenga. La espiral nos llevará a presenciar en directo la muerte de un ciclista, parafraseando al director de cine Juan Antonio Bardem (Age of Infidelity se llamó la película en USA)
Al final, como en la película, todos pierden.