Todo el mundo reconoce hoy en día, que la naturaleza no es como una esponja que absorbe todos los golpes que se le asestan. Sus dinámicas y equilibrios se alteran con frecuencia, debido a los impactos que generan la mayoría de las actividades humanas. De hecho han pasado más de dos siglos desde la revolución industrial, y se ha superado con creces el límite a partir del cual nuestra civilización juega peligrosamente con fuego. La desertización, la contaminación, la pérdida de biodiversidad o, el de moda hoy en día cambio climático, son algunas de las consecuencias de dos siglos de desenfreno e irresponsabilidad bajo el paradigma del progreso y el desarrollo.
Lo que le damos a la naturaleza, ésta, sin malicia, nos lo acaba devolviendo. Por ejemplo, la tala indiscriminada de árboles, en algunos casos para crear infraestructuras o urbanizaciones, ha matado la fertilidad del suelo que era capaz de absorber el agua de las lluvias, provocando alarmantes inundaciones y deslaves en zonas muy concretas.
También durante décadas se han vertido miles de compuestos químicos contaminantes en el medio ambiente, que acaban retornando peligrosamente, amenazando el bienestar de los desdichados que abusaron de ellos a cambio de una pizca de felicidad. En algunos casos regresan camufladamente y sin avisar. Unas veces están en la atmósfera, otras en frutas y verduras, también en pescados y carnes, en el agua, o simplemente los respiramos en nuestro hogar. Muchos no entrañan riesgo, de otros no se saben sus efectos con exactitud, y muy difícil resulta de predecir, qué sucede cuando interactúan varios de ellos, aleatoriamente, en nuestros organismos.
Sólo en España, la contaminación atmosférica podría ser la responsable de más de 15.000 muertes anuales. Más que las derivadas de los accidentes de tráfico o de cualquier terrorismo conocido. Decenas, posiblemente cientos de ciudades viven constantemente cargadas de polución y respirando altos niveles de ozono, partículas minúsculas o monóxido de carbono. Sin embargo, esta lacra no recibe la atención mediática ni política que reciben los accidentes de carretera o el tabaco. Tal vez porque conducir mejor o peor, o fumar más o menos, es una decisión individual de las personas, mientras que la contaminación atmosférica es un fallo de un sistema que no se quiere formatear ni reiniciar.
Serían muchos los casos de relaciones “causa-efecto” por el comportamiento del ser humano en el medio ambiente. Pero hay uno del que se habló este verano, que llama poderosamente la atención por lo poco frecuente y porque muestra la ignorancia, la temeridad y el pasotismo de la clase política. Miguel de las Doblas, geólogo del Instituto de Geociencias de Madrid, afirmó a la Agencia EFE, que el terremoto que se produjo en Lorca el pasado 11 de mayo “…pudo ser en parte inducido por la extracción masiva de agua subterránea, durante años, para su uso agrícola e industrial”.
Sin duda, esta comunidad vivió y vive por encima de sus posibilidades hídricas, gracias al modelo de agricultura industrial que ha desarrollado, y sobre todo, gracias a una desorbitada fiebre del ladrillo, que germinó años atrás y que originó numerosos casos de corrupción. Lo de Lorca en mayo, puede ser un síntoma de una enfermedad que deberá apaciguarse más temprano que tarde.
Puede que sea un golpe, sin mala leche, de la madre naturaleza que aguanta vejación tras vejación, hasta que se supera el límite y responde con toda su energía y brutalidad. Entonces vienen los lamentos, las desgracias, la solidaridad y los partidos de fútbol para recaudar fondos. Pero, ya es demasiado tarde.
Muchos piensan que todas estas catástrofes son el precio que hay que pagar para mantener los “lujos” de esta sociedad, supuestamente del bienestar. Es más, aceptan y asumen dicho precio como una consecuencia no deseada del “progreso” actual, pero sin renunciar a él bajo ningún concepto. Independientemente de esta cuestión, lo que resulta extravagante cuando no alarmante o decepcionante, es que el planeta que se gestó y evolucionó durante cinco mil millones de años, haya enfermado -ecológicamente hablando- en poco más de dos siglos. Que los recursos naturales que se crearon en miles de años o las especies que evolucionaron desde tiempos inmemorables, ahora, en doscientos años, desaparezcan de la tierra.
Todo un abuso a nivel global, que será recordado con pena y cierta vergÁ¼enza por las generaciones venideras. Si existió una “prehistoria”, una “edad de piedra” o una “ilustración”, cabría preguntarse cómo denominarán los historiadores del futuro estos siglos que estamos viviendo, marcados claramente por la destrucción del medio ambiente y el consumo irracional de los recursos. Se admiten propuestas.