En un mundo en el que lo políticamente correcto es la norma, en el que nada puede llamarse por su nombre, por temor a ofender al que escucha, lee, oye o ve, en un mundo en el que se ha perdido el sentido del humor, en el que el trabajo brilla por su ausencia y la precariedad por su presencia, en una sociedad que olvidó lo que era, hacia donde iba, de done venía, y ¡qué demonios hacia aquí!, no nos queda otra que refugiarnos, aferrarnos, abrazarnos a nuestra economía de andar por casa.
Porque por mucho que nos empeñemos, y mira que muchos se empeñan, los Gobiernos ni hacen ni quitan, ni dejan ni dejan de hacer, la economía de cada uno es la economía de cada uno, y al que se administra bien poco le importa quien gobierne, le irá relativamente bien en tiempos de bonanza y relativamente bien en tiempos de crisis, porque el Gobierno propone pero es el ciudadano el que finalmente dispone.
Por ello, huyo como alma que lleva el diablo cada vez que se me acerca algún agorero para criticar a éste o a aquél Gobierno, para culpar a quien no debe de lo bien o de lo mal que le va la vida, de lo bien o de lo mal que le va el trabajo, si dedicara ese tiempo que tarda en quejarse en replantearse su trabajo, tal vez otro gallo le cantaría.
Y si no se recupera es que llegó el momento de cerrar, la destrucción creativa de Schumpeter, la ley de la vida, que diría otro, unos negocios pasan de moda, otros aparecen, el problema es que muchos, sobre todo los españoles, conviven con la personalidad de funcionarios, sueñan con serlo, aunque no quieren aprobar ninguna oposición, buscan un trabajo para toda la vida, una ciudad para toda la vida, una casa para toda la vida, pero no se dan cuenta de que no hay nada para toda la vida, y, por supuesto, no el trabajo que se tiene.
Así que aferrémonos todos a nuestra economía de andar por casa, a la austeridad personal, y a mirar por nosotros mismos, en lugar de echar balones fuera para que otros nos solucionen la papeleta.