Vaya por delante que no soy partidario de un adelanto electoral que lo único que conseguiría es desestabilizar a la economía y poner nerviosos a los mercados, pero le vodevil ajado por la nostalgia infinita del poder al que hemos asistido estos días en el Parlamento ha sido para ponerse a llorar hasta secar el lagrimal.
Parlamentarios de postín se han dedicado a lanzar discursos vacuos e insulsos hasta tal punto que lo único que ha merecido la pena rescatar han sido las continuas despedidas de Zapatero, despedidas en falso, todo hay que decir, con un discurso «que no era de despedida, pero que tenía una despedida en él» (sic), aplaudido por pelotas de cuarta fila agradecidos por haberse conocido y una oposición tan roma como el arco de un púber prematuro.
Zapatero debía de haber aprovechado la ocasión para realizar autocrítica de su gestión y dejar los remilgos del adiós para cuando efectivamente convoque elecciones. Debió haber aceptado que se equivocó al elegir a sus asesores, todos políticos de carrera, es decir, sin una carrera que llevarse a la boca; que se dejó ir con la bonanza de la burbuja inmobiliaria sin atajar el verdadero problema en el momento adecuado, algo que le deslegitima para responsabilizar al gobierno de Aznar del inicio de la burbuja; que antepuso su optimismo a la realidad y negó, más por ignorancia que por convicción, la crisis que se nos venía encima; y que no supo manejar los tiempos, permitiendo que las circunstancias le gobernaran a él como si de un títere se tratara.
También debió aprovechar para recordar sus loables avances en materia social, un progreso que el Partido Popular no se atreverá a tocar cuando llegue al poder, si llega (toquemos madera, no para que no llegue al poder, que también, sino para que no se le ocurra tocar los avances sociales que Zapatero sí ha sabido aportar a nuestro país).
Pero nada de eso, la ñoñería a la enésima potencia en forma de afectuosas despedidas que no venían al caso y que convirtieron la cámara de representación del pueblo español en una escenificación burda y barata del agradecimiento al dedo impositor.