Un viejo amigo me recomendó (o me regaló, que no lo recuerdo), en mi lejana juventud, el libro La sociedad abierta y sus enemigos de Karl Popper, autor que por entonces yo desconocía absolutamente. Aun conservo aquel libro, al que posteriormente se sumaron otros del mismo autor que he ido adquiriendo con los años.
Reconozco que no fue fácil iniciarme en la lectura de este filósofo vienés, cuyo pensamiento se me hacía intrincado. Me interesaron especialmente sus juicios sobre política y ciencias sociales con los que refutaba el determinismo que las corrientes, en boga en aquel tiempo como el marxismo, decían poder demostrar y que regía, como una ley inexorable, la evolución y los cambios sociales, siguiendo pautas fijas y canales preestablecidos. Aquello era sumamente interesante y todavía me sigue apasionando, aunque los tiempos actuales no sean propicios para el pensamiento mesurado y sosegado, sino para lo superficial e instantáneo.
Karl Popper (1902-1994) fue fruto de una época en la que coincidió con Paul Dirac, creador de la teoría cuántica de campos; John Eccles, descubridor de la transmisión química en las sinapsis neuronales; Konrad Lorenz, impulsor de la moderna etología; Bertrand Russell, filósofo de la talla de los clásicos; y Albert Einstein, científico por todos conocido.
Su pensamiento siempre fue en defensa de la libertad y contra las ideas totalitarias y autoritarias, por lo que ejerció una enorme influencia en las generaciones venideras.
La filosofía de Popper es la filosofía del error, pues advertía que ni en la ciencia ni en la política existen métodos infalibles que excluyan el error. Decía que no se trata tanto de evitar los errores, sino de detectarlos y criticarlos para aprender de nuestras equivocaciones. Aseguraba que el progreso de la ciencia y la evolución de las sociedades requieren errores porque ningún método garantiza el éxito. Sólo corriendo el riesgo a equivocarse existe alguna posibilidad de acertar, y que lo realmente importante era el esfuerzo incansable por corregir tales equivocaciones. Pero para subsanar los errores, hay que detectarlos y criticarlos. Y la crítica requiere libertad para ejercerse. Por eso se opuso al determinismo. Argumentaba que si todo estuviera predeterminado, las acciones dependerían siempre de causas previas, por lo que la libertad sería, entonces, un mero espejismo.
Este “filósofo de la sociedad abierta” asegura que es imposible predecir el curso de la historia, y que la evolución de la sociedad, que depende en parte de la evolución del conocimiento, es asimismo impredecible.
Nunca se podrá poseer un conocimiento perfecto ni una sociedad perfecta. Es más, Popper cree que con la excusa de implantar una sociedad perfecta, el hombre acaba creando un infierno que sofoca las libertades. Para él, la libertad es fuente de errores y que ser libre significa tener derecho a equivocarse, pero también tener derecho a criticar las equivocaciones. En esa dinámica del error y la crítica sitúa la base de toda creatividad y todo progreso. Tanto la ciencia como la democracia no se asientan sobre la certeza, sino sobre el tanteo y la corrección de errores. De ahí que todos los regímenes políticos comentan errores. La superioridad de la democracia sobre la dictadura estriba en que en ella es posible detectar, criticar y eliminar los errores, sin acudir a la violencia.
Conocido como el teórico de la democracia liberal, Popper advertía, no obstante, de que la democracia no es el gobierno del pueblo, sino de los dirigentes de los partidos. No puede resultar extraño, por tanto, que los políticos que resultan elegidos sean ineptos, corruptos y demagogos. No obstante, la gran ventaja de la democracia consiste en que permite corregir esos errores y retirar del gobierno a esos políticos mediante una simple papeleta y no mediante cruentas revoluciones.
Tal pensamiento lúcido entronca con la situación actual, en la que las grandes certidumbres sobre las que descansaba un bipartidismo ya atrófico puede ser sustituido por propuestas no exentas de riesgos que buscan ensayar nuevas soluciones, tan provisionales e inseguras como todas las anteriores, pero que estarán expuestas a la crítica y la revisión. Y puesto que el error es inevitable, lo que hay que hacer es evitar el empecinamiento en el error, el mantener fórmulas caducas reacias a enmendar sus errores.
El amigo Popper nos enseñó a pensar en la falibilidad irremediable del ser humano, en no aceptar ninguna solución como definitiva y a ser más realistas que idealistas. De esta manera, sin dejarnos seducir por el fácil escepticismo y aunque no podamos soslayar equivocarnos, podremos evitar caer en los errores y, lo que es más importante, podremos aprender de ellos para recorrer el camino del progreso científico y social. Sólo desde la detección y la crítica de nuestros yerros podremos ejercer nuestro derecho a la libertad.