LA CORREHUELA
Ayer la tuve con mi perro. Es un chucho bien dispuesto y catalogado y hacemos, con mi figura quijotesca y su donaire saleroso, una bonita pareja de hecho y hueso. Con sus discusiones, claro, que haberlas haylas, y sus reconciliaciones de pata, ladrido y brekkies marca La Chota. Desde un principio hemos llegado al acuerdo tácito de que, por marcar apariencias, fingiremos un orden jerárquico que en realidad no existe. Son esos pequeños acuerdos o armisticios de la vida, que nos hacen avanzar en paz y armonía, por el bien común y en salvaguarda del honor propio. Aunque a veces, mientras digo al personal aquello de “éste es mi perro”, me pregunte para mí, algo azorado, quien pertenece a quien en realidad. Rebusca en la basura, ladra a la nada onerosa en mitad de la noche y tira de la correa confundiéndome con un trineo y haciendo del paseo, que César Millán perdone nuestras ofensas, el suplicio de Tántalo. Compensa la rebeldía dando la pata a petición popular y enseñando la barriga para quitar tensiones, cabriola mediante, a los conflictos.
Pero ayer la tuvimos. Y gorda. Le había fabricado un traje de faralaes a medida y él se negó en rotundo a calzarse la gracia. Ya verás que guapo, intenté convencerle, no pretenderás que San Antón te bendiga como Dios te trajo al mundo. Me explicó, a media voz, que no cree ni en los santos ni en su hagiográfica bendición y que ni mucho menos, ya puesto en desbandada de apostasía, iba a presentarse “ande” el obispo vestido de Martirio. Para confirmar posturas argÁ¼í mis razones quitándole la ración de bolas chotas y él se reafirmó con ración doble de cagarruta en la trastera.
Y nos pasamos todo el día sin hablarnos. Á‰l a lo suyo en su perpetuo carpe diem, indiferente a lo ocurrido y durmiendo la vida bella en su cama con chaise longue. Mientras yo, un poco mustio, observaba la pasarela cibeles de San Antón por la pantalla, con sus graciosos animales que nunca dejan indiferente por lo original de la propuesta: un cerdo vietnamita con el pañuelo al pescuezo de las fiestas de San Mateo de Logroño; los siempre recurrentes caniches a lo Elvis; o esa cabra vestida de Blasa con toquilla y peluquín. El señor cura, sonriente, iba lanzando la “urbeee et orbiii” bendiciendo a los bichos, que muy ufanos, por si fuera comida, olisqueaban al personaje por si fuera menester salir del quite con un mordisco.
Luego lo ha dicho. A mi perro me refiero. Ha levantado un poco sus orejas larguiruchas y señalando con la trufa al párroco susodicho ha proclamado la siguiente reflexión: Curioso personaje, que cuando ve parroquia semejante disfrazada por Chueca levanta las manos al Cielo y maldice pero nada parece importarle bendecir a un papagayo vestido de chaqué. Así son las cosas, le repuse un poco sacado de quicio, ¿acaso tú no crees en nada? Y él, mirándome fijamente a los ojos, ha respondido: por supuesto, creo en Gaia.
Un poco ignorante, he preguntado si esa Gaia no era la religión de Carlos Jesús. Se ha reído largamente y meneando el rabo se ha ido a ladrarle al vecino que llegaba de trabajar. Le he oído murmurar: Estos humanos…
Luego nos hemos perdonado porque los animales son así. Inocentes. Pobrecitos…
P.D. La foto es real. Yo pertenezco a este perro.