A pesar de que una inmensa minoría insista en reabrir el debate una y otra vez, lo cierto es que se trata de un concepto ya asumido por la sociedad e integrado en nuestros derechos como ciudadanos. Tanto la izquierda, como no podía ser de otra manera, como la derecha, haciendo gala de su habitual hipocresía, han manejado de diferentes formas el asunto, pero siempre dando por sentado que debe de existir como derecho, en mayor o menor medida.
Sin embargo, las nuevas declaraciones de Ruíz Gallardón, en un claro guiño a la sección más dura de su partido con visos a un posible futuro que trascienda la capacidad ministerial, no han hecho si no soliviantar a los extremos de la sociedad, tanto los que defienden el derecho absoluto como los que reclaman la prohibición similar.
El problema es que el aborto no es una decisión que deba de ser tomada por la sociedad en su conjunto, sino por la pareja, y si me apuras, por la mujer, en conciencia, en función de sus propios principios morales y situación social, psicológica y económica. La única misión de la sociedad, como legisladora, es la de amparar la decisión última de la mujer en un marco legal adecuado, despenalizador y equilibrado.
Cualquier intento de resquebrajar el abanico de derechos de una mujer a la hora de abortar tiene la única consecuencia de dificultar la realización del acto, no de impedirlo. Hay estadísticas que, incluso, demuestran que con la nueva ley de plazos, mucho menos restrictiva y conciliadora que la anterior de supuestos, el número de abortos se ha reducido de manera drástica.
Y es que no podemos olvidar que la decisión de abortar es lo suficientemente dura desde el punto de vista psicológica para la mujer como que para encima ponerle trabas legales que dificulten la situación de una manera artificial y claramente ineficaz. Dejemos, por tanto, los debates que ya teníamos superados e intentemos crecer como sociedad, en libertad y en el respeto a la autonomía de los individuos que la formamos.
