Cuando comenzó la crisis todos hablaban del sistema. Desde Francia nos llegaban voces afirmando con contundencia que había que refundar el capitalismo, que el neoliberalismo salvaje nos había llevado a esto. Hablaban de crisis sistémica que sólo se solucionaría mediante cambios estructurales, mediante una revisión de todo el aparato social y económico que condujera a un nuevo modelo productivo. Esta crisis sería terrible, sí, pero de ella saldría un nuevo mundo, más justo, con menos desigualdades, más solidario y respetuoso.
Todos esperaban que el PSOE capitaneara este gran cambio, que plantara cara a ese despiadado sistema financiero y que realmente luchara por los intereses de los obreros, de las clases medias y bajas que le habían votado. Pero la cosa no llegaba. La famosa burbuja inmobiliaria, diagnosticada años antes de su gran explosión, no fue pinchada. Si el PP había vivido años dulces con ella, el PSOE siguió aprovechando su caduca prosperidad mientras pudo, disfrutando como si no hubiera mañana. Pero el mañana llegó y todo saltó por los aires. Era el momento del gran cambio, el momento en el que los grandes hombres hacen la historia. Pero, precisamente ahí, el PSOE cavó su tumba. Timorato, ineficaz y a base de tirones de orejas desde Europa, desaprovechó todas sus oportunidades. Es más, cuando más se esperaba el cambio de sistema, las reformas estructurales, Zapatero giró hacia políticas liberales: una reforma laboral que significó únicamente el abaratamiento del despido. Era como si ZP confesara entre sollozos que sólo la derecha podría salvar la situación. Estaba firmando la carta de defunción del socialismo. En las elecciones, a pesar de los indignados y del desprestigio de la clase política, una marea azul invadió España. La gente votó al menos malo.
Ya lejos quedaban esos ideales de un mundo mejor. Los votantes sólo querían que la cosa no fuera a peor, sólo querían a alguien que, fuera como fuera, salvara los muebles. Y, paradoja de las paradojas, la crisis del sistema capitalista sirvió para que el capitalismo saliera reforzado. Y hasta aquí la película: recortes y privatizaciones a discreción. El modelo sigue siendo el mismo, sólo que más sórdido. Tecnócratas, gestores, organizadores eficaces que mantengan el sistema sea como sea. Países emergentes como Brasil o China ponen en serias dudas nuestra competitividad. Mano de obra barata, eso es lo que hace falta. Igualemos la nuestra a la suya, no queda otra. La política, en cuanto al arte de crear leyes justas, de dirigir la sociedad hacia fines loables, muere. Sólo queda la política económica, por lo que sólo necesitamos buenos economistas, los políticos nos sobran. Necesitamos gente que ante una bajada en la calificación de Standard & Poors, esa empresa que domina ahora el mundo, pueda hacer algo. Aún así no es mucho. Por muy brillante que sea nuestro economista sólo es un político y sólo puede poner parches, echar salvavidas en el naufragio. Estos son las migajas de lo que ha quedado de aquellos ideales democráticos de Rousseau o de Montesquieu: tecnócratas que hacen lo que pueden con lo poco que les dejan. Y este es el fin de la revolución burguesa iniciada en los albores de la Modernidad: los capitales no sólo ya no reconocen fronteras ni naciones, tampoco reconocen a sus representantes legítimos. La política se rinde ante la franckfurtiana razón instrumental.
Saldremos de ésta, dentro de un tiempo, pero, seguramente, igual de imbéciles, dentro del mismo paradigma, para más sorna, refortalecido, volveremos a caer. El hombre puede caer veinte o treinta veces en la misma piedra. A veces pienso que tenemos lo que nos merecemos.