Lucía un sol radiante el día que acabó el mundo. En la calle, las parejas paseaban cogidas de la mano y las familias llevaban a sus hijos al parque. Los amantes se comían a besos en la habitación oscura de un motel. Yo estaba en casa, leyendo El Pedestal de las Estatuas, y apurando una última taza de café.
Todo parecía perfecto, tranquilo, en calma. Entonces sucedió. Un hombre saltó desde lo alto de la Acrópolis. Saltó al vacío desde el mismo lugar en el que Manolis Glezos izase la bandera griega durante la ocupación nazi. Los turistas y la gente que paseaba por Atenas en ese momento lo vieron caer.
En otro lugar. Puede que a la vez, o unos días antes. Poco importa. Un hijo mataba a su madre de noventa años y enferma de alzhéimer arrojándola por la ventana. Luego, sereno, se suicidó. No podían pagar las medicinas, ni tenían nada que comer. Entre el quinto piso en el que mal vivían y el suelo que los mató mediaba una existencia de estrecheces, penurias y hambre.
Mi café se había enfriado. Pero el sol seguía luciendo sobre nuestras cabezas. Continué leyendo.
Dimitris Christoulas, un farmacéutico jubilado se pegó un tiro en la cabeza frente al Parlamento. En su nota suicida escribió: <<Y dado que mi avanzada edad no me permite reaccionar de otra forma (…) no veo otra solución que poner fin a mi vida de esta forma digna para no tener que terminar hurgando en los contenedores de basura para poder subsistir>>.
Y el mundo acabó para todos ellos. No lo supe hasta transcurridas varias horas. Puede que varios días. ¿A caso importa? Nada hubiese podido hacer por ellos. ¿O sí? Qué más da. Sus sesos están ya desparramados por el suelo de Grecia. Quizás se pudo evitar. Quizás no. Es lo malo que tienen las crisis, quienes las sufren tienen cara, ojos y nombres propios.
Paso en Grecia, pero puede volver a pasar en cualquier otro lugar. También aquí.
Acabé de leer el libro y salí a la calle. Había llegado la noche.
