Las migas del almuerzo
El otro día me quedé con el run run en la cabeza y me lo he llevado de vacaciones durante este puente de Halloween. Sí, digo Halloween y no Todos los Santos, o Día de Difuntos, que son anacronismos que algunas tribus ibéricas se empeñan en mantener, como costumbres ancestrales que nos llevan del siglo XXI al pozo ciego de la Edad Media.
A lo que iba. Así, como de pasada, dejé caer la frase que más encandila al “popularcho” y que bien vale para un roto que para un descosido. La paz no tiene precio político. Decía que esa coletilla se ha puesto muy de moda, como los Levi´s Strauss, que tanto firman cachas en una juerga de taberna como en la boda, a resguardo de la americana, del mejor amigo.
Hay mentiras que a base de ponerlas en el yunque de la opinión pública día tras día se convierten en verdades tan elementales como que la tierra es redonda, aunque ya sepamos que no lo es, que es ovoidal, vamos, como un huevo. Tamaña nimiedad no parece conllevar grandes diferencias, pero las tiene.
Son como los bulos que tanto nos solazan y alimentan las neuronas. Yo tenía un amigo, que a su vez tenía un amigo, que tenía un primo cuyo cuñado, una vez, fue a comer al McDonalds y al hincar el colmillo a la hamburguesa de turno, se topó con algo sólido; llevó el pequeño objeto a un laboratorio y le confirmaron lo que ya todos sabíamos, que el susodicho elemento extraño era un diente de rata. Cómo pudo el cuñado del primo del amigo de mi amigo tener la sangre fría y la cartera repleta para llevar el hallazgo a un laboratorio, nadie sabe decirlo con certeza. Creo que pedir una prueba de ADN ronda los 6.000 euros. ¿Cuánto vale analizar una pieza esmaltada de una hamburguesa? ¿Qué “laboratorio” se dedica a eso?
De todos modos, yo no lo pongo en duda. Esos bulos tienen que tener algo de verdad. Porque la misma historia me ha llegado por diferentes fuentes, todas fidedignas, la hermana del novio de la hija de una mujer que esperaba en la parada de autobús; el profesor de autoescuela del hijo del gestor que lleva las cuentas a la cooperativa de aceite; todos ellos son dignos de confianza y tienen acceso a laboratorios de primer orden que dedican sus esfuerzos a aclarar las dudas sociales.
Los que alegan que la paz no tiene precio político, en realidad, están extendiendo un bulo, amparados por un laboratorio estadístico desconocido y altruista, a modo de comodín en el chinchón, que sirve para ocultar intenciones y ampararse, como los americanos de las películas, en la quinta enmienda. Porque, sí, la propia frase de marras ya lleva implícito su precio, el cual en tiempo de elecciones, que es tiempo de rebajas, es tan elevado como jugoso. Espetar a diestro y siniestro lo del precio de la paz es ganarse para la saca un buen puñado de votos. ¿Qué mejor código de barras para nuestra propaganda electoral? Lo curioso es que los iluminados que acarrean dicho lema por bandera, pagaron un precio político sin precedentes en nuestra reciente democracia, cuando tras el triste y aciago 11-M, perdieron unas elecciones y la poltrona del gobierno, a golpe de talonario de urnas.
La paz tiene un precio aunque sea mejor, en ocasiones, no saberlo para no alborotar los espíritus inquietos. De todas formas, ya sabemos que en el mundo tecnológico en el que vivimos, que corre y vuela a velocidad de giga y alta definición, no hay tiempo para el reposo y la reflexión. Vivimos la época de los sloganes, del “Podemos”, del “Yes, we can”, del “por mi hija, ma-to”, y tenemos la mente tan predipuesta y entrenada para la palabra fácil, que a veces, el significado profundo o segundo sentido de las cosas, pasan a un segundo plano. Y lo importante es golpear el yunque, una vez tras otra, hasta que no oigamos otra cosa. O peor. Hasta que cualquier otra idea nos parezca descabellada.
Acabo de lanzar estas migas al aire y me he dado cuenta de que no todas eran de pan. Una ha sonado a sólido. Es un diente, qué curioso, caído del bocata de este almuerzo. Voy a llevarlo a un laboratorio a que lo analicen por si fuera un importante hallazgo alimenticio que deba conocer la concurrencia. Llevan tiempo diciendo que en la elaboración del chorizo pamplona utilizan carne de nutria. ¿A quién le sorprende? Si hasta los filetes de ternera esconden vetas de clembuterol. O quizás sea mi propio diente, que ha saltado al moderme sin querer mi lengua de tungsteno. Quien sabe.