El discurso navideño del Rey, toda una tradición, se ha convertido en algo decadente aunque a muchos les duela reconocerlo, habiendo concitado la menor audiencia de los últimos 15 años. Sin ir más lejos, la juventud pasa olímpicamente. No aporta nada nuevo, vincula menos y a estas alturas, limitarse a rozar los temas tan superficialmente y sin implicarse no conduce a nada. Con excepción de los medios, políticos y tertulianos, son escasos los ciudadanos que han comentado la intervención televisiva del Monarca.
Años atrás, aunque no se le prestase la debida atención, en todos los hogares, hasta los niños tenían que escuchar las palabras de don Juan Carlos. Curiosamente, en las primeras intervenciones, aparecía acompañado de su familia, en navidades siguientes, dicha compañía fue sustituida por una fotografía de la misma, para terminar en posteriores discursos totalmente solo, como posiblemente se sienta en estos momentos aunque se trate de una Real soledad.
Son muchos los ciudadanos que se preguntan, no sin falta de razón, por qué el Monarca no se decide a abdicar en su hijo y heredero el Príncipe Felipe, con edad, sensatez y demostrada preparación para ejercer de Jefe de Estado a todos los efectos. En general es muy bien aceptado por su prudencia y correcto proceder, como ha venido evidenciando en múltiples ocasiones. Nada que ver con la princesa consorte que no transmite la misma sensación ni se comporta en ciertos momentos como corresponde a su rango y responsabilidad. La imagen que proyecta en los actos públicos a los que acude por obligación protocolaria es de sentirse tensa, incómoda, sin encontrar el sitio adecuado ni sabiendo conectar con la concurrencia. Letizia carece de naturalidad y eso no se improvisa. De sobrar son conocidas sus prisas, plantones y desapariciones, como tampoco nadie ignora que no goza precisamente del aprecio de su Majestad. Según dicen, aspira algún día a ejercer de reina consorte pero el futuro todavía no está escrito.
Retornando al discurso del Rey, existe otro aspecto negativo consistente en eludir ciertos temas, y cuando lo hace, evitando siempre la claridad requerida. Sus hueras condenas de la corrupción resultan manifiestamente improcedentes, siendo el primer responsable del mayor o menor prestigio de la monarquía. El recurrir a los tópicos como la frase «Una España en la que cabemos todos» ya resulta manida.
Tampoco es ningún secreto la mala suerte de los Reyes con las desafortunadas bodas de sus hijos, cuyos yernos y nuera, en menor medida, no han resultado ser de lo más idóneo. Jocosamente siempre se ha comentado que el gabinete de selección de la Zarzuela no dio ni una en este proceso…Personalmente, el panorama del Rey no es muy halagÁ¼eño. El desastroso y vergonzoso comportamiento de Urdangarín con la Casa Real, unido a la delicada situación que se le presenta al Duque de Palma con el juicio pendiente y la consiguiente repercusión para la Infanta Cristina a tenor de sus problemas con la Agencia Tributaria, serán de lo más delicado. El tener que soportar en tu propia familia a un presunto delincuente es muy desagradable.
Es perfectamente comprensible que el Rey albergue grandes reticencias sobre si la Casa Real y sus miembros recibirían el mismo tratamiento y respeto habiendo renunciado a sus derechos en el Príncipe de Asturias, pudiendo ser este uno de los motivos por lo que está totalmente dispuesto a continuar en el trono a pesar de sus 76 años muy castigados por diversas circunstancias. Otra causa, si es que existe, podría obedecer a que el tiempo extra que pretende añadir a su dilatado reinado, lo dedique íntegramente al cumplimiento de sus obligaciones que no son pocas y que todos los ciudadanos olviden y perdonen sus desvaríos y equivocaciones y le recuerden como un Monarca ejemplar, algo que dependerá esencialmente de su propia salud.