LA CORREHUELA
El concepto de la “importancia relativa” es uno de los principios básicos por los que se rige la confección de los libros contables. Reza, en sucinta expresión, que toda empresa y su contable deben actuar con sentido práctico o, en román más paladino, que ante el hecho de que se den situaciones de mínima importancia (económica, se entiende) éstas se dejarán pasar por alto. Mi profesora de contabilidad lo explicaba con gráfica sapiencia: un contable de una empresa petrolera no puede “perder el tiempo” anotando la pérdida de un bolígrafo. La propia ley deja el punto de fuga muy abierto, pues, como entenderán y el propio nombre indica, el nivel de importancia que otorgamos a un asunto es subjetivo, y por tanto, “relativo”. Dice el dogma de fe del ICAC que “no existe un acuerdo que determine la línea exacta de separación entre los hechos que son importantes y los que no lo son, dejando de esta manera la decisión al juicio y sentido común del profesional contable”
Amparándose en este concepto de tan peculiar fisonomía diversos agentes económicos (entre ellos el Estado) se lucran a veces con obscenidad y alevosía. Si a ello añadimos que el ser humano, en su vertiente de economista doméstico, suele tener memoria de pez y vista de topo, se producen situaciones que rozan el desfalco encubierto o, como poco, la sisa. Estamos tan acostumbrados al Carpe Diem dinerario que pecamos de memoria cortoplacista en exceso y tendemos, sin ser contables pero infundidos por esa realidad intangible, a dar su “importancia relativa” a cosas que deberían juzgarse, como mínimo, a medio plazo.
El mayor ejemplo de este engaño, en cuyo cepo caemos día a día, son los bancos. Por pagar la cuota de la hipoteca, la cual ya está bien remunerada con sus intereses y euribor base, te clavan una comisión de 50 céntimos. Los centimillos de la vergÁ¼enza, los llama el apuntador. Pero 50 céntimos al mes, calculadora en mano, son 6 euros al año, durante 30 años hipotecados, 180 euros, o en su resumen, una buena compra en el mercado de abastos. 180 euros por 10.000 hipotecas que pueda gestionar un banco, resulta que el beneficio final de los ridículos 50 céntimos es de 1,8 millones de euros. Ahí está la importancia relativa. Por no hablar, no nos vayan a llevar los diablos por herejes, del céntimo que ayer subió la gasolina: ese cálculo que me niego a hacer no roza sino que sobrepasa el escarnio público.
Este mismo engaño es el que utilizan las instituciones públicas para despilfarrar nuestro dinero. Que el Senado, mismamente, noticia de cabecera y la que te rondará, se gaste 11.950 euros en traductores por sesión clama a los cielos y da la razón a aquellos que, con guasa y cierta desesperación, han bautizado a España como la “campeona mundial de la estupidez”. Tiren del dato a ver qué descosido sacan. Veamos: 11.950 euros por sesión son 350.000 euros al año, extrapolado a 10 años (que será la duración de todo el “horizonte de eventos” de esta crisis actual) ascienden a 3,5 millones de euros. Todo para traducir a idiotas que hablan el mismo idioma.
Todo para que la señora Elena Salgado, ministra de economía, venga a decirnos que eso es pecata minuta y que este momento era igual que cualquier otro para afrontar la reforma de lenguas en el Senado.
Si un parado desesperado cobra, perdón, cobraba 400 euros de subsidio (que eran las limosnas de Zapatero pero bien estaban), con la pecata minuta de los traductores del Senado tendríamos para ayudar a 875 parados que se han quedado sin subsidio. Pero en fin, esos parados, como todo sobre el papel, tienen su importancia relativa.
Será mejor así, callados y sumisos, y dar al asunto la importancia relativa que le otorga la señora ministra. Quizás pensar así, a corto plazo como los borricos, sea el camino hacia la felicidad. Es lo mejor, sí. Porque dudo de que haya dinero suficiente para pagar a un traductor que traduzca al castellano añejo lo que estoy pensando ahora mismo.
O sí. Relativa es la cuestión.
Me importa relativamente poco.