Europa, vuelven los demonios del pasado
Un fantasma recorre Europa: es el fantasma de la ultraderecha. Sus manifestaciones, múltiples e inquietantes, generan un profundo malestar en una opinión pública cansada de oír rancias consignas racistas y xenófobas, unos mensajes cuya supuesta carga emocional se limita a menudo a la clásica jerga del patrioterismo. Sin embargo, hay más, mucho más…
Hace apenas unas semanas, se anunció la publicación en Alemania del Mein Kampf de Adolf Hitler, libro prohibido después de la Segunda Guerra Mundial. Su reedición coincide con el espectacular avance del Frente Nacional francés, agrupación ultraconservadora que logró cosechar un 18 por ciento de los votos en las elecciones para la presidencia gala. El éxito del Frente Nacional eclipsó la no menos preocupante victoria del Amanecer Dorado griego, otro movimiento ultraderechista que logró aglutinar un 6 por ciento de los sufragios durante la consulta popular celebrada en el país heleno el pasado mes de mayo.
El Viejo Continente se decanta por el extremismo de derechas. Un fenómeno inimaginable tras la gran contienda de 1939-1945, cuando los vencedores – Estados Unidos, Rusia, Inglaterra y Francia – lograron colocar fuera de la ley las ideologías fascista y nazi. A la repulsa popular se sumó, en aquél entonces, el casi generalizado mea culpa de una sociedad alemana conmovida por los horrores del nacionalsocialismo. Pero en la política apenas hay cabida para el contundente “nunca más”.
En la década de los 90, pandillas de jóvenes de la antigua Alemania Oriental, volvieron a resucitar el fantasma neo-nazi, que dirigió su frustración contra los inmigrantes turcos o los refugiados de origen asiático. Pensaban los habitantes de la recién rescatada Alemania del Este que los extranjeros y, ante todo, los musulmanes, obstaculizaban el desarrollo armonioso de la utópica sociedad de consumo, omnipresente en los seriales de las cadenas de televisión occidentales. La ya de por sí difícil integración de los pobladores de la antigua República Democrática aceleró el resurgir de la extrema derecha germana.
Mas Alemania no era el único país en el que proliferaron el nacionalismo y el racismo. Los hooligans ingleses y rusos, vándalos de los estadios de futbol, están relacionados con agrupaciones políticas extremistas, defensoras del ideario derechista.
Tras los sangrientos atentados de Noruega, en los que fallecieron 76 personas, la derecha tradicional europea optó por distanciarse del autor de la masacre, Anders Brievik, correligionario más que molesto. De hecho, el líder del Partido de la Libertad de los Países Bajos, Geert Wilders, no dudo en tachar a Brievik de “loco”. Sin embargo, para Francesco Speroni, miembro de la Liga Norte italiana, manifestó que las ideas del fundamentalista noruego reflejan el rechazo al multiculturalismo, enemigo oculto de la civilización occidental.
El mapa de la extrema derecha europea es complejo. Un ejemplo: Jean Marie Le Pen, fundador del Frente Nacional francés, vehiculó la idea de que la ocupación alemana de su país durante la Segunda Guerra Mundial no había sido “forzosamente inhumana”. Al líder del Frente nacional se le tildó de antiliberal y antisemita.
En Alemania, la Unión del Pueblo, creada en la década de los 90, trató de atraer a sus filas a los miembros del Partido Republicano, fundado en 1983 por Franz Schonhuber, antiguo oficial nazi que echaba la culpa por todos los males de Occidente a… los extranjeros.
En Italia, la Alianza Nacional de Gianfranco Fini puede considerarse heredera del ideario del Movimiento Social Italiano, fundado por los neofascistas a finales de la década de los 40. El propio Fini manifestó en su momento que el fascismo tenía una “tradición de honradez, corrección y buen gobierno”.
En Suecia, Noruega y Dinamarca, los partidos de derechas parecían más preocupados por la preservación del Estado de bienestar que por el problema de la inmigración (musulmana).
No es este el caso de los países de Europa oriental, donde los ultras propugnan una guerra sin cuartel contra los inmigrantes y/o la recuperación de territorios “étnicos históricos”, como pretende el movimiento extremista húngaro Jobbik, que contempla la reintegración en el mapa de Hungría de regiones pertenecientes actualmente a dos Estados vecinos: Rumanía y Eslovaquia. Pero Jobbik va aún más lejos, reclamando la salida del país de la ultraliberal Unión Europea.
¿Y los demócratas? Aparentemente, poco o nada pueden o quieren hacer contra los ¡ay! representantes electos de la extrema derecha. Malos presagios para la Vieja Europa.
Adrián Mac Liman
Analista político internacional