Ayer murió Margaret Thatcher.
Hoy, tanto sus seguidores como sus detractores sólo pueden concluir una cosa: su relevancia como personaje histórico es indiscutible. Me gustaría poder presumir que también estamos de acuerdo en que su memoria debería ser respetada; pero no ha sido así, muy a mi pesar.
Si te dedicas al mundo del espectáculo, muy probablemente tu familia y tu velatorio obtenga las condolencias de admiradores y no tan admiradores de tu obra a la hora de irte. El mundo de la política es muy distinto: aquí recibes constantemente y siempre de los mismos. Tu muerte se convierte en una excusa para que la gente pueda comentar lo que piensa de ti, y eso es algo repugnante cuando esos comentarios no son más que ponzoña barata.
La llamada “era Thatcher” desatascó la economía británica hasta el punto de convertirla en un oasis de dinamismo y excelencia difícilmente de comprender más allá del tremendo crecimiento del PIB que floreció en todo el mundo occidental, no por casualidad. La transición de la sociedad temerosa de la innovación a la tierra de las oportunidades despertó la furia de quienes, antes siquiera de que la Dama de Hierro abriera la boca, ya se aventuraban a anticipar el fracaso absoluto de la correcta aplicación de los postulados de la Escuela de Chicago.
Seguramente sea este el motivo de la desproporcionada demonización, casi literal, que supuso la implacabilidad de esta mujer de Lincolnshire. Pero ella sabía muy bien que no se podía contentar a un público que no quería ser contentado. El nihilismo es algo muy propio de quienes poco quieren aportar a una sociedad necesitada de aportes, y ello unido al tradicional y colectivo prejuicio de que las mujeres poderosas son por naturaleza malvadas, ha permitido que Thatcher sea públicamente definida de forma inquisitorial por algunos como el demonio personificado.
¿Realmente pueden enorgullecerse quienes escupen en su todavía abierto féretro de tener más comprometidos y sofisticados valores morales que ella? Sinceramente, este gesto de desprecio a la dignidad humana no sólo separa diametralmente a un comentarista ocasional de alguien como Margaret Thatcher, que dedicó su vida al servicio público, sino que sólo sirve para que quien quiera crecerse mostrando su alegría ante la desgracia de una familia que acaba de perder a un ser tremendamente querido se califique a sí mismo.
Tamaña relevancia pública sólo puede merecer admiración o aflicción absoluta, muy difícilmente puntos intermedios. Pero quienes se dejan llevar por la necesidad de hacerse oír mientras el difunto todavía no ha dejado de velarse lo único que merecen es todo lo contrario: carecer de esa relevancia; pues ese empeño casi enfermizo por desacreditar un estilo económico diferente, que es capaz de llevar al punto de alegrarse por algo tan serio como la muerte, no es que muestre discrepancia, sino que revela rabia y auténtico temor ante la posibilidad de que funcione.
Pero es que ya no quedan vendas para tapar los ojos del que no quiere ver. Aquellos que gestionaban la planificación en los 80 y debían entregar la prosperidad a su pueblo, resolvieron quitarse la última de ellas. Una venda de hormigón que se llevó la vida de al menos 136 personas, ignoradas y obviadas en pos de una falsa utopía desconocida para quienes ni tuvieron la desgracia de vivirla ni tienes oídos para escuchar las historias que relata.
Y hoy, aquellos que no pueden obtener otro calificativo que el de ignorantes, por enorgullecerse de dar la espalda a la realidad, se ríen y muestran con un aparente y amargo júbilo la muerte de una de las personalidades más importantes de nuestra Historia reciente. Defienden el ascenso de las dictaduras que por sí solas han resuelto y están resolviendo abandonar el hermetismo económico. Emplean, alegan y pretenden proclamar la libertad en base a obviar la diversidad en pos del pensamiento único.
Francamente, que esta gente te acuse de diabólico debe ser semejante a que te canonicen.
Descanse en paz, baronesa Thatcher.