Recuerdo cuando Venezuela daba un bolívar para ayudar a la revolución cubana.
Cada venezolano – la inmensa mayoría – lo hacía con gusto, convencido de que de esa manera contribuía a derrotar la dictadura del sargento Fulgencio Batista.
El corrupto gobernante garantizaba a los turistas la “dulce vida”. A Cuba se le consideraba una gran bacanal. Cierto o no, esa era la imagen que irradiaba.
Cuando bajan de la Sierra Maestra, los barbudos victoriosos, encabezados por Fidel, la alegría es mundial. Se decía que había triunfado la libertad. Prometían elecciones libres a la vuelta de la esquina.
Eran momentos en los cuales se requería de gran coraje o valentía para afirmar que Fidel o el Che, su principal lugarteniente, eran comunistas. Hacerlo era convertirse casi en un hereje.
Se iniciaron los fusilamientos, y las persecuciones contra la Iglesia católica. No pocos sacerdotes cayeron, y numerosos fueron aventados al exilio. Las cárceles fueron abarrotadas y a la disidencia se le calificaba de gusanos, apátridas y de otras lindeces propias del léxico comunista.
A nadie se le creía que no todos lo eran y que si lo eran no tenían que ser víctimas de tan crueles y sanguinarios procederes.
Conocí a algunos cubanos exiliados, en Maracaibo, que eran y son ejemplos de dignidad, decoro, eficiencia profesional y honestidad. Uno de ellos, de profunda convicción cristiana católica, fue más que un amigo.
Betancourt derrotó a la vedette de entonces cuando, la revolución cubana invadió a Venezuela por Machurucuto. El Ejército venezolano actuó patrióticamente en defensa de la soberanía nacional. Betancourt había negado ayuda a Castro en los arbores de 1959 cuando se estrenaba la democracia en la patria del paladín de la libertad: Simón Bolívar.
Rómulo Betancourt sería un gran presidente y no aceptó la reelección en su momento.
Juan XXIII, el Papa Bueno, excomulgó en esos días a Fidel Castro. El humilde y bondadoso santo Papa, tuvo el coraje de convocar el Concilio Ecuménico Vaticano II, innovador y vigente aun, interpretando los signos de los tiempos que clamaban libertad y justicia.
Fidel hace pensar.
Hombre de indiscutible talento y carisma ha debido leer, releer e internalizar a Maquiavelo, uno de los grandes personajes del Renacimiento ocurrido en Europa en el siglo XVI. Ha debido hacerlo con El Príncipe, obra máxima del florentino, que es un tratado de relaciones políticas que se refieren a cómo debe ser un gobernante: diestro en el engaño, de virtudes solo aparentes, amoral, indiferente, por tanto, al bien y al mal, moverse según los vientos, concentrar en él todos los poderes, autoritario, ser él la ley, y el único, por sus cualidades excepcionales – se lo cree – capaz de ser el príncipe.
Fidel creyó todo eso. Sumió a su pueblo en el dolor afuera y adentro.
Acaba de asistir al VI Congreso del PCC y no habló, el hombre de los interminables discursos. Días atrás se concretó a enviar un mensaje de pocas palabras: “Que hagan las reformas necesarias”.
Es su final. De un silencio ruidoso, como dijera Omar Barboza en, Cuba: Rectifica o se hunde (Panorama, 9-5-11). Y de aceptación de las palabras de su heredero, actual presidente de Cuba, de que ningún funcionario de alta jerarquía podrá durar más de diez años en el poder… él, que duró al frente del mismo, más de cincuenta años.
José Vicente Rangel, pienso yo, le rinde homenaje en su final, citando a Juan Pablo II – determinante en la caída del comunismo – quien manifestó a Bertone, cardenal, que fue Fidel Castro el presidente que más se preparó para recibirlo leyendo sus Encíclicas y todos sus artículos (Rangel, José Vicente. Claves. Panorama, 9-5-11).