Explicar y entender el concepto de hiperestado es complejo, especialmente porque todos hemos asumido que el estado es un hiperestado, que debe ser así y que no existe alternativa posible. Pero nadie tiene una fórmula matemática que demuestre que la democracia requiere para su correcto y legítimo funcionamiento necesariamente de un estado, y mucho menos que ese estado debe tener la estructura ominosa de los estados llamados democráticos de la mayoría de los países europeos.
El hiperestado es el oasis organizado en torno al concepto de democracia, obviando la soberanía del pueblo, y con el único objetivo de mantener los privilegios de una casta dirigente, que en contra de lo que cabría esperar, no es precisamente la oligarquía intelectual del país. Y esto se diferencia del simple concepto de estado en que el hiperestado es rígido, no desmontable, complejo estructuralmente, inútil, enorme y muy caro.
Siendo así, el estado construido como hiperestado no está al servicio del pueblo, sino que está hecho para mantener los privilegios de una casta dirigente, mal llamada política, que se va turnando, alternando y perpetuando en el poder y que gustosamente mantiene este sistema gracias a la idiocia de los ciudadanos. Y para mantener este conglomerado y asegurar el balido del pueblo, el hiperestado orquesta una estructura férrea de medios de comunicación e infiltrados de toda índole (como pueden ser por ejemplo los nacionalistas), que se encargan de solventar los perqueños desperfectos de este sistema casi perfecto.
Y la mejor prueba de que el hiperestado existe y se mantiene, es que no se puede desmontar ni afrentar, y que si te intentas oponer a él, como si fuera un muro de hormigón armado, eres eliminado fulminantemente como si de un videojuego se tratara. Si un dirigente político se opone al régimen, al día siguiente una portada de un periódico destroza su carrera. Si un periodista critica a la casta, lo condenan judicialmente y lo fulminan. Nadie puede atacar las bases del conglomerado económico-financiero, so pena de pasar a ser un mero recuerdo. En el hiperestado no se discute si hay separación de poderes, la casta se reparte los papeles dentro del teatro de la democracia.
Por su parte, el hiperestado en España se ha orquestado desde el franquismo bajo la batuta de la monarquía borbónica, con la omnipotencia de los poderes fácticos prisaicos y con el protagonismo indudable del socialismo trasnochado. Para mantener el equilibrio de ese conglomerado, sobre todo de cara a manipular a la gente y mantener a los ciudadanos obnubilados y alejados de la realidad, se han inventado diversos figurantes y bailarinas de danza del vientre que se han encargado de entretener a la plebe. Así, han ido apareciendo en escena los terrorismos separatistas, los nacionalismos históricos, los héroes del pueblo y las demás mandangas que han sido financiadas con dinero público para dicho fin.
A este cúmulo de intereses, únicamente se había resistido discretamente el partido actual del gobierno, con una cierta oposición al régimen que los hiperestadistas llamaron crispación. Desgraciadamente, tras la derrota de 2008, las huestes arriolistas consiguieron desenclavar al partido de esta lucha frontal (y en el fondo absurda) contra el régimen, decidiendo abandonar la confrontación ideológica y uniéndose a él. Así, el actual partido del gobierno, renunció a sus principios ideológicos y morales y se unió covalentemente al resto del hiperestado, terminando de cuadrar el círculo perfecto de la corrupción, el despilfarro, la burla y el abuso que es, y ha sido siempre, desde 1981, el estado español.
Por eso, cuando se habla de la regeneración democrática, moral y política de este país (que no estado), lo primero que deberíamos pedir es que los ciudadanos, culpables últimos de esta situación, se opongan a lo putrefacto, a lo establecido y a lo antiguo, y que aboguen por la regeneración y el cambio desde las bases del sistema. Para ello, hay que desmontar el hiperestado, es decir, reformar la estructura del estado, eliminar la casta de poder establecido, devolver el poder a los ciudadanos y reducir al mínimo el poder del estado. El socialismo no lo entiende, pero el estado debe estar al servicio del ciudadano, y no al revés.