La política (en su más extensa y gráfica acepción) es una partida de ajedrez que se juega a múltiples escalas y en diversos tableros que se superponen unos a otros, desde el estatal al internacional. Mover ficha en cada uno de ellos tiene repercusión en las estrategias que se siguen en todos los demás. Ningún jaque-mate es insignificante aunque la partida se celebre sobre las cuadrículas de un enfrentamiento restringido a un solo país. Todas las demás competiciones van a verse afectadas por la pérdida de cada pieza.
Esta imagen de la política como juego de ajedrez es fácilmente apreciable en esas alteraciones del poder que se han conocido en el mundo como “primavera árabe”: sublevaciones populares contra tiranías y dictaduras en diversos países árabes, la mayoría de ellos musulmanes, del Cercano Oriente y ribereños del Mediterráneo, tales como Túnez, Libia, Egipto, Yemen y ahora Siria. En ninguno se hallaban los rebeldes enfrentándose en solitario con revoluciones pseudo-democráticas de consecuencias inciertas, sino que contaban con “jugadores” que participaban del “juego” en otros ámbitos interrelacionados y, por supuesto, divididos en dos bandos: unos, a favor, y otros, en contra.
En Siria, por ejemplo, se está dirimiendo la enésima partida de este encuentro que enfrenta a la política local, regional e internacional. Allí mueven piezas, desde peones al rey, los insurgentes levantados en armas y el propio sátrapa local, Bashar el Asad, con su Ejército regular, pero también las milicias chiíes libanesas de Hezbolá e iraníes de Pasdarán, yahadistas de Irak y de Al Qaeda, la larga mano de Israel que golpea cuando detecta cualquier peligro latente, Turquía, Jordania, Líbano, los apoyos financieros de Arabia Saudí y algunos Emiratos árabes, Europa, Rusia y Estados Unidos, sin contar a los chinos que, como es de suponer, tampoco andan quietos observado el evento. Tanta gente juega que ni la ONU es capaz de ponerse de acuerdo para adoptar alguna resolución que imponga cordura y sobre todo paz en esa guerra, debido a que participantes con derecho a veto bloquean las iniciativas del contrario.
Y, una vez más, es Estados Unidos el que ejerce de gendarme o árbitro de las reglas de juego en estos escenarios, antes bélicos que lúdicos, de la política internacional cuando la diplomacia es silenciada por las armas. Y lo asume en su condición de superpotencia mundial, la única que conserva dicho título tras la descomposición de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y el final de la Guerra Fría. Ejerce el papel de gendarme global sin ataduras legales y mediante un poder sin constricciones (militar, económico, cultural y político) que le permite el dominio internacional.
Rusia, heredera del imperio comunista, mantiene un poder enorme como potencia, pero no puede considerarse superpotencia con intereses a escala planetaria, como la norteamericana. Ello no obsta para que influya de manera significativa en aquellos focos en los que su reputación está en juego, así como sus negocios. Por eso presta apoyo a Siria, donde tiene una base naval en el puerto de Tartus, e impide una condena inmediata en el Consejo de Seguridad por el uso de armas químicas por parte de El Asad. Exige, antes de aprobar cualquier medida, pruebas irrefutables que ni los inspectores de la ONU son capaces de obtener de manera fehaciente, aunque los muertos gaseados se acumulen en las calles de Damasco.
Irán, el otro gran apoyo de Siria, facilita recursos militares al Ejército de El Asad y financia a los milicianos libaneses de Hezbolá, que combaten junto al Ejército sirio. Aparte de la afinidad ideológica (contra los sunitas, Israel y Occidente), le mueven también intereses económicos, que se sustancian en ese acuerdo para la construcción de lo que podría ser el mayor gasoducto de Medio Oriente capaz de transportar gas natural desde Irán, pasando por Irak y Siria, hasta Europa.
Prácticamente desde su nacimiento como potencia emergente, EE.UU. ha actuado en defensa de sus intereses cuando lo ha creído oportuno, bien para ampliar su área de influencia, bien para asegurarse el suministro de materias primas. Así, en un primer momento, apoyó a los independentistas cubanos cuando decidieron separarse de España, quedándose con Cuba, Puerto Rico, Filipinas y otros botines del imperio colonial español de la época. Posteriormente, ha invadido islas (Granada), zonas de otros países (Guantánamo, Canal de Panamá) y actuado decididamente en conflictos de todo tipo y lugar (1ª y 2ª Guerra Mundial, Vietnam, Balcanes, Afganistán, etc.) No se detiene ante nada y nunca le ha importado proceder de manera poco “limpia”, sin respetar la legalidad vigente o saltándose las resoluciones de la ONU. De hecho, según el historiador Spencer Weart, EE.UU. ha apoyado más Golpes de Estado contra democracias que a favor de ellas. La “pax americana” se extiende por todo el globo, donde implanta su punto de vista comercial (OMC), su modelo económico (BM) y los flujos financieros (FMI), además de su cultura y estilo de vida (Hollywood, archicultura pop, etc.) y hasta sus gustos gastronómicos y de ocio (Burger King, nuevas tecnologías). Es decir, propaga sus valores y, con ellos, su influencia y control.
Ninguna aventura estadounidense es sincera e inocente. El famoso Plan Marshall que concedió ayudas ingentes a Europa para su recuperación tras la 2ª Guerra Mundial, sirvió, en realidad, para abrir mercados en este continente que reportaron un superávit comercial por valor de 12,5 billones de dólares, además de adherir, como aliados bajo la OTAN, a los países que conforman la frontera terrestre frente al “Telón de Acero”, ya definitivamente derruido por la herrumbre ideológica del comunismo.
Sin embargo, a esta guerra civil de Siria le perjudica el recuerdo de las excusas y mentiras que sirvieron para ordenar el ataque a Irak por culpa de unas “armas de destrucción masiva” que nunca existieron. Y, aunque en esta ocasión parezca no haber dudas sobre el uso de agentes químicos por parte del Ejército sirio, como el gas sarín que Inglaterra le vendió al régimen de El Asad, nadie confía en las intenciones reales de EE.UU. para involucrarse en el conflicto. Máxime cuando las víctimas del mismo, tras dos años de enfrentamientos, ascienden ya a más de 100.000 muertos, miles de ellos niños, y son millones las personas refugiadas o desplazadas a causa de una guerra que desangra a su propio pueblo.
Es evidente que el ataque del 21 de agosto con armas químicas por parte del Ejército de El Asad contra los rebeldes y la población entre la que se parapetan, representa un umbral o “línea roja” que no debe aceptarse sea traspasado, aunque los muertos por los gases venenosos supongan una mínima parte (1.400) de los fallecidos en esta guerra (100.000). Ninguna guerra es tolerable, pero las que se valen de armamento sumamente letal son aún más intolerables por su poder mortífero. Por eso están prohibidas por la comunidad internacional, ya que su uso supondría aumentar el riesgo de atrocidades aún mayores e indicriminadas. Incluso su tenencia acarrea un peligro para la seguridad nacional e internacional.
Ante la impasibilidad de los actores que intervienen, de una u otra forma, en este conflicto, sólo EE.UU. ha amenazado con utilizar la fuerza para impedir el uso de esas armas químicas por parte del régimen sirio. Vuelve, una vez más, a ejercer ese papel de gendarme global en una zona estratégica y moviliza sus portaviones para demostrar la seriedad de sus intenciones. Sólo entonces es cuando Rusia se aviene a pactar un acuerdo para destruir todo el arsenal químico de Bachar el Asad, mientras los demás países, excepto Francia, muestran una tibieza que linda con la irresponsabilidad y la irrelevancia.
Acostumbrados a estar “calentitos” bajo el paraguas de USA, muy conformes en ese papel subordinado a los intereses de la gran nación americana, con la que nos sentimos plenamente identificados con sus valores y su forma de ser, nos negamos a asumir la responsabilidad que nos correspondería como miembros de una región, Europa, que aspira a ocupar un lugar preponderante -confío que no sólo económicamente- en el mundo. Ningún Alto Representante de Política Exterior de Europa ha movido un dedo para buscar un acuerdo que impida la matanza siria, ni ha expresado en voz alta y firme su más enérgico rechazo al uso de armas químicas por parte de quien sea. Nos hemos quedado al margen, silentes e inmóviles.
Es por ello que, no es sólo que EE.UU. tenga un poder fabuloso para proyectar sus patrones culturales, sociales, políticos y económicos en el orbe, es que, además, estamos muy conformes que lo haga y nos gusta guarecernos bajo su protección benefactora, hasta el extremo de confiar en su eficacia como policía mundial, que tanta seguridad nos proporciona. Construimos así un mundo muy seguro, muy seguro fundamentalmente para los EE.UU. y sus empresas, que mueven ficha y advierten a Rusia, Irán y demás “enemigos” declarados del imperio yankee que, en el tablero sirio, no están dispuestos a que se haga “trampa” en la partida. ¿Estamos?