A estas alturas, los políticos deberían haberse enterado ya de que ser el partido más votado en unas elecciones no significa necesariamente «ganarlas». No rigen aquí las mismas reglas que en los campeonatos deportivos, no ha de haber un campeón ni se reparten medallas. Lo que está en juego es la formación del gobierno, acceder al poder, y las normas de un sistema parlamentario son las que son: los pactos entre partidos minoritarios pueden desbancar del poder a un partido que, pese a haber obtenido más votos, no reúna suficientes apoyos.
Es de entender que, cuando uno es el daminificado de la situación, le escueza y se rasgue las vestiduras, porque se le atraganta el champán con el que celebró la pírrica victoria electoral. Sin embargo, ese mismo juego democrático otras veces le sonríe y permite que partidos con una representación marginal en el conjunto del Estado tengan la llave «de la estabilidad» y sean capaces de condicionar la política de todo un país, casi siempre a cambio de tratos de favor difícilmente justificables para determinados territorios.
El PNV ha de aceptar que, quizá (ya veremos), en esta ocasión han pintado bastos. La relación de fuerzas en el Parlamento vasco puede propiciar, por primera vez, un gobierno sin representantes de las fuerzas nacionalistas. Y eso, por mucho que les duela a los que se creían dueños del cortijo por derecho propio, es legítimamente democrático. Y es necesario. Sea cual sea el signo del partido que ostenta el poder, antes o después la higiene exige una alternancia. Pero, en el caso concreto del País Vasco, el cambio es especialmente deseable, pues es preciso romper de una vez con la política soberanista seguida por el PNV durante todos estos años. Entre otras cosas, las escuelas vascas, donde se enseña una interpretación sesgada de la historia y una geografía sencillamente ilusoria, son caldo de cultivo para el odio xenófobo y viveros de nuevos terroristas. La única explicación para que, tras treinta años de democracia, sigamos sometidos a la dictadura del terror es que los nacionalistas se han ocupado de educar a sus nuevas generaciones en el rechazo a España. Eso, por otro lado, genera un clima de desconfianza y miedo que impide a los vascos hablar libremente sobre los temas de interés común. Todo el mundo desconfía de los demás y se calla por temor a situarse en el punto de mira de la canalla asesina. Así no es posible el debate sano de las ideas, el intercambio libre de opiniones entre personas que ven las cosas de manera distinta. El que no es nacionalista es un traidor y cualquier vecino le puede delatar. Mejor tener la boca cerrada.
Bien saben esto los dirigentes del PNV. Y bien que han velado por mantener la situación, que les ha perpetuado en el poder durante tantos años. Pero, si ahora les toca ceder el puesto a otros, deben ser cautelosos con el lenguaje que utilizan para expresar su contrariedad. Términos como «despojo» o «golpe institucional» pueden entenderse como una forma de orientar la violencia extremista. ¿Qué quieren los señores Ibarretxe y Urkullu? ¿Pretenden legitimar actos criminales que se cometan contra quienes, a su juicio, antentan contra la «voluntad del pueblo vasco», de la que sólo el PNV puede ser intérprete?
Cállense, señores de PNV, pues sus palabras pueden encerrar una carga sanguinaria de metralla y dolor, y no queremos luego verles en los funerales fingiendo solidaridad con las víctimas.