Vivimos en una sociedad “orwelliana” que se vigila a sí misma, ante la necesidad de controlarlo todo y de tranquilizarse con una falsa noción de seguridad. A pesar de todo, el hombre tiene todavía la oportunidad de plantarle cara al sistema y conservar su intimidad.
Vencida la primera década del siglo XXI y 25 años después de la fecha anunciada por George Orwell, se cumplen algunas de las profecías de 1984. La sociedad se vigila a sí misma. El miedo a lo inesperado y la necesidad de controlarlo todo han hecho del mundo un gigantesco escenario en el que todos somos observados por un omnipresente Gran Hermano.
Miles de cámaras de vigilancia observan, camufladas entre los edificios y el mobiliario urbano, las calles por las que cada día pasan millones de personas en cualquier ciudad del mundo. Cintas y cintas de material audiovisual que recogen en sus grabaciones cada movimiento. Muchas veces, nadie llega a revisarlas pero su simple presencia coarta la libertad del individuo. Culpable, hasta que no se demuestre lo contrario.
La vida parece ahora desarrollarse en una inmensa cárcel de la que todos somos prisioneros. Un centro penitenciario ideal como él que el filósofo Jeremy Bentham concibió, a finales del siglo XVIII, con el nombre de Panóptico. En él, un solo vigilante podía controlar a todos los presos sin que estos supieran si eran vistos. La mirada del otro acababa siendo interiorizada por el reo hasta que él mismo se convertía en vigía.
La realidad cambia por el hecho de ser observada. Por eso no podemos ser estrictamente objetivos porque no somos objetos, según la intuición de Heisenberg.
Saber que hay “ojos” que no sólo vigilan sino que, llegado el momento, juzgan provoca un cambio drástico en el modo que cada persona tiene de aproximarse al mundo. Ya no somos nosotros mismos, únicamente cuerpos que actúan bajo las órdenes del miedo y la inseguridad, una suerte de paranoia.
Pero la posibilidad de ser vigilados ya no sólo es trascendente entre los límites estrictos de lo real. En los últimos años, el espectacular avance de Internet ha propiciado un espacio virtual en el que dar rienda suelta a las predicciones de Orwell y a las teorías “benthamianas”. Bastan dos cifras para comenzar a reflexionar. La empresa de medios Yahoo! captura una media mensual de 2.500 datos sobre sus 250 millones de usuarios. Así lo entiende el periodista y escritor estadounidense Stephen Baker, en su libro Los Numerati en el que analiza las nuevas técnicas de marketing en la red.
Baker bautiza como los numerati a los ingenieros, matemáticos e informáticos que criban la información que se genera de manera constante en cualquier acto cotidiano que realizamos en la web. “Para ellos, nuestros registros digitales crean un enorme y complejo laboratorio del comportamiento humano”. Las huellas que dejamos mediante el uso del correo electrónico o las búsquedas que ejecutamos son pistas que utilizan – basándose en puros análisis estadísticos – para describir un mapa completo de nuestros gustos e intereses. Al final de ese rastro, lo único que hay es un escalofriante método publicitario conocido como “targeting del comportamiento”.
Hoy, la privacidad es un concepto que no tiene un dominio registrado en Internet. El derecho a la intimidad está más en entredicho que nunca.
Con todo esto, muchos expertos no han dudado en calificar como “orwelliana” a esta sociedad de principios de siglo que nos incluye y que cada vez muestra más paralelismos con la novela del autor británico y con otras narraciones de ficción distópicas como Un mundo feliz de Aldous Huxley o Farenheit 451 de Ray Bradbury. La llegada de la posmodernidad no ha hecho más que confirmar la verdad que se esconde en utopías perversas sobre sociedades imaginadas por la literatura. Por fortuna, el mundo todavía no ha llegado a ser como pronosticaban estos novelistas pero muchas de sus descripciones mantienen ya un inquietante parecido con la realidad.
Los sistemas de vigilancia y control proliferan por doquier. La espada de Damocles que, entre otros enemigos sin rostro, el terrorismo internacional ha pendido sobre nuestras cabezas nos acobarda de tal modo que la balanza entre la libertad y la seguridad cae siempre del lado de la segunda. Nos sentimos vigilados, y eso lejos de horrorizarnos incluso nos tranquiliza.
Es cierto que muchas miradas, más de las que pensamos, recaen sobre nuestro quehacer diario y estrechan nuestras libertades. Pero, a pesar de todo, el ser humano mantiene su protagonismo y la responsabilidad de decir “hasta aquí”. La historia no tiene que haber ocurrido como nos la contaron.
David Rodríguez Seoane
Periodista