Nadie se sorprenderá al leer que mi gobierno me ha vuelto a desilusionar. Después de tanto tiempo sintiéndome indignado, creí que ya nada podía volver sorprenderme; pero estos últimos días sí que hubo una sorpresa: volví a disfrutar la inocencia y la ilusión, aunque tan sólo escasos minutos.
Y vuelta a mi indignación, eso sí, renovada y más fuerte que nunca. Una indignación que me anima a escribir en honor a esa inocencia recuperada que no quiero dejar ir en vano.
Por supuesto les hablo de la crisis del Á‰bola en España y de este mini-episodio que acabamos de vivir con el sacrificio del can Excalibur. Desde luego, un nombre carismático donde los haya, nadie lo negará, todo un símbolo. La leyenda del Rey Arturo venía a decirnos que quién blandiera Excalibur reinaría en Inglaterra, vamos que tener a Excalibur es tener el poder. Lo dicho, ¡todo un símbolo! Y un tema que da para reflexionar a quienes nos gusta divagar, imaginar y soñar mundos mejores. En este punto voy a tener que ponerme de acuerdo con la famosa canción de La Cabra Mecánica: no me llames iluso porque tenga una ilusión.
¿Qué importancia tiene la vida de un perro para la humanidad mientras el virus del Á‰bola acaba con la vida de miles de personas en el cuerno de África? Cero.
¿Qué importa mientras el Estado Islámico está a un paso de la frontera turca en su camino de ahorcamientos y decapitaciones en nombre del fanatismo religioso? Nada. ¿Qué importa mientras siguen los conflictos en Ucrania? Nada, por supuesto que la vida de un sólo perro es insignificante frente a tantas injusticias asolando el mundo.
Entonces, ¿qué inspira a este iluso a escribir sobre este tema y no otros? ¿Qué importancia puede tener ese can para mí? La respuesta es muy sencilla: por un momento, soñé que salvar a Excálibur estaba al alcance de nuestras manos. Pensé que esta vez sí nos escucharían.
El resto es frustración: ¿Puedo de alguna manera influir en las políticas de la OTAN que han provocado el enfrentamiento entre los europeístas y los pro-rusos en Ucrania y a las consecuentes sanciones de Rusia? No. ¿Puedo volver atrás en el tiempo y tratar de convencer al Trío (calavera) de las Azores de que su intervención en Iraq será ir de Guatemala a Guatepeor? Tampoco. ¿El hambre en el mundo? ¿El cambio climático? ¿Puedo recomendarle al gobierno español que no repatrien a enfermos del Á‰bola que, al fin y al cabo, se fueron al foco de la enfermedad bajo su propia responsabilidad? No, ni preguntaron. ¿Puedo pedirle al gobierno que se humanice y conceda una oportunidad a un perro inocente (por no decir que escuchen la opinión del experto Eric Leroy)? Evidentemente, se ve que tampoco. Pero lo maravilloso es que por un mínimo instante, iluso de mí, soñé que sí. Traté de mantener mi firme realismo pesimista y de recordar que el gobierno jamás escucha, pero no lo pude evitar. Salvar a un perro cobró una importancia inesperada.
¿Qué importancia puede tener ese can para mí? La respuesta es muy sencilla: por un momento… pensé que esta vez sí nos escucharían.
En la definición de Estado para tontos se dice algo así como que el gobierno son nuestros padres y el pueblo sus ignorantes hijos. No siempre nos gustarán sus decisiones y nos cogeremos rabietas, pero tenemos que recordar que todo lo hacen por nuestro bien.
Las decisiones más duras no suelen ser las más populares y siempre están por encima de la compresión del vulgo. Supongo que esperan que apliquemos esa misma teoría al caso de Excalibur. Había que matarlo, por el bien de todos. Ahora os pregunto, si la vida de un solo perro no nos debería importar, ¿por qué la de un misionero sí? ¿También tenemos que creer que salvar a uno o a dos misioneros que ya estaban más muertos que vivos fue por el bien de todos? ¿Cómo puede ser salvar a una sola persona bueno para el país entero cuando hablamos de una enfermedad con tanto riesgo? Permítanme por un momento imaginar la respuesta de nuestros representantes políticos: repatriar a los misioneros beneficia a la ‘marca España’. ¿Desde cuándo hemos adoptado la política militar de EE.UU. no man left behind? Me parece que nuestros políticos deberían salir más a la calle en lugar de sentarse en el sofá ante farsas Hollywoodienses. Ya está bien de intentar hacerse los héroes.
Un héroe salva a gente inocente, no pone en riesgo a un país. Y esto último no sólo se aplica a nuestros gobernantes. Hablo también de Miguel Pajares y de Manuel García Viejo, que en paz descansen. Mis sinceras disculpas y condolencias a sus familiares pero este tema nos afecta a todos y he llegado a un punto en el que no me quiero callar mi opinión. Estos misioneros, son nuestros particulares Dr. Jekyll & Mr. Hyde. Todo el respeto hacia su labor en África, donde demostraron un valor que yo mismo reconozco no tener. Por eso, todo mi respeto y admiración a todo voluntario que deja atrás su propia vida y se aventura para ayudar a quienes lo necesitan. No obstante, los dos misioneros de los que hablamos perdieron ese valor, y mi admiración, cuando se vieron a las puertas de la muerte. No podemos culparlos, ya que no hay nada más humano que el miedo a morir y el aferrarse a la esperanza de que te salven. Pero no lo olvidemos, no negarse a la repatriación fue un acto egoísta, algo que confronta directamente los valores de cualquier misionero. Y perdónenme este último apunte, pero siendo religiosos ¿no deberían haber aceptado el paso a la otra vida sintiéndose en paz por el bien que habían hecho? Hubieran sido dignos de canonización. Pero no fue así; una pena, ya que ellos sí tuvieron la oportunidad de parar al gobierno. Al final, todos somos humanos.
Como todos sabemos, Excalibur ha sido todo un símbolo de la indignación de los españoles ante la gestión de la crisis del Á‰bola después de que el marido de la enferm(er)a Romero hiciese un llamamiento para salvarlo de ser asesinado. Y recalco “asesinado”, no “sacrificado”, porque a mi entender a un perro hay que sacrificarlo si hay un motivo. El riesgo de transmitir un virus es un buen motivo, no cabe duda, un argumento legítimo para su sacrificio. Si no fuera que en ningún momento se demostró que tuviese esa enfermedad. No soy un gran conocedor de las leyes pero me cuesta creer que permitan que se sacrifique a Excalibur sin antes demostrar que el riesgo es real. Y si me equivoco, entonces creo que las leyes no son excepción al dicho popular “el sentido común es el menos común de los sentidos”. Sinceramente, dudo equivocarme si afirmo que el señor que autorizó la orden judicial para el gobierno no me daría autorización a mí si le digo que el perro de mi vecino tiene la rabia, por poner un ejemplo. Imagino que me pediría pruebas antes de nada, que alguien me corrija si no es así. En todo caso, dicho vecino imaginario podría ir al veterinario, hacerle las pruebas necesarias a su can y demostrar que mi denuncia era falsa.
Gracias, Excalibur, por devolvernos la ilusión de poder cambiar las cosas.
Me detengo a revisar lo que llevo escrito hasta ahora y creo que este texto es buen ejemplo de mi frustración y de mi caótica manera de reflexionar. Comencé con la intención de explicar por qué Excalibur provocó mi instante de ilusión pero mi indignación ha prevalecido, manifiesta en los párrafos
anteriores. No quiero convertir esto en un mero conjunto de réplicas, así que sin más dilación voy a continuar con mi propósito inicial.
¿Por qué la causa de salvar a Excalibur cobró una importancia inesperada y difícil de comprender para muchos? No tengo perro pero sí empatía, familia, amigos y sentimientos. Esto es suficiente para comprender el dolor que tuvo que atravesar Javier. Por desgracia no puede hacer nada por cambiar la situación de Teresa, pero si podía tratar de salvar a su perro de un asesinato injustificado. Su petición era lógica pero, para variar, el gobierno no escuchó. Otros sí escuchamos su llamamiento. A muchos de ellos se les etiqueta como ‘defensores de los animales’. Yo no pertenezco al Partido Animalista ni a ninguna otra asociación. Para mí defender a Excalibur no era defender a un animal, sino defender nuestros valores más simple pero más olvidados: la sensibilidad, la humanidad, la piedad y el sentido común. Me parece todo un símbolo, no sólo por su carismático nombre, si no por su inocencia. Rara vez la gente sale a la calle sin que tintes económicos o políticos manchen sus peticiones. Cuando lo que se pide es justicia, hay que sumarse, por muy pequeño que sea el acto.
Individualmente, podemos tratar de dar nuestro apoyo a pequeños actos, grandes en simbolismo. Por un instante me dejé llevar y me volví un iluso más, un romántico surrealista, y fue maravilloso soñar con una multitud clamando justicia en nombre de un ser tan noble e inocente. ¿No puede ser un perro el símbolo de la humanidad y del apolitismo? ¿No quedaría bonito que un perro hiciese recapacitar a un gobierno? Al fin y al cabo, ser humano y sentir compasión no entienden de política. Durante unos segundos de veras lo creí posible. Fue esperanzador. No se trataba sólo de salvar la vida de Excalibur, se trataba de defender una justicia incontestable, una inocencia pura. Se trataba de fomentar una movilización carente de colores políticos.Por desgracia, todos conocemos el final de esta historia y parece que es la política la que no entiende de humanidad ni de compasión. Una vez más nuestro gobierno nos recuerda con sus actos que esta democracia no se inspira en el ideal de la mesa redonda. Por no salirme de las referencias literarias, nuestros gobernantes no son otra cosa sino la mismísima sombra de Don Quijote. Unos personajes patéticos y delusorios con una imagen de sí mismos muy por encima de la realidad. Les pido que no dejemos que otro caso más de decepción pase en vano. No seamos Sancho Panza. No seamos fieles vasallos, cómplices de semejantes locuras. No sigamos a los que están ciegos de razón, porque la razón la tiene el pueblo (soberano, recordemos). No nos dejemos contagiar por la enfermedad que realmente asola a España: la parálisis social. Demos pequeños pasos unidos y cambiemos esta situación. Tenemos que unir nuestras voces para hacernos oír por estos sordos voluntarios, por este gobierno que se distingue por su miedo a consultar y que dirige sin pedir opinión.
Gracias, Excalibur, por devolvernos la ilusión de poder cambiar las cosas.