Las autocracias árabes se caracterizan por tres rasgos distintivos. La fragmentación social, su organización autoritaria y el paradigma de lo absoluto. Estos elementos se contraponen con los rasgos más elementales de cualquiera de las corrientes de democratización conocidas por Occidente. Personalmente interpreto que para alcanzar ideales de democracia es imperioso liberarse de los preconceptos religiosos que operan como elementos condicionantes del ideario de libertad, entendida esta libertad como una potestad humana, el hombre nunca será libre en el pensamiento si no logra liberarse de la influencia religiosa en su mundo circundante cotidiano. Este concepto, al que me agrada definir como escencialista y culturalista, es básico para interpretar el núcleo central del problema del condicionamiento de la democracia en el mundo árabe.
Reconozco las buenas intenciones con las que algunos colegas contraponen mi idea indicando que no se puede comparar los términos Islam y democracia de forma mecánica. Hago la diferencia entre Islam e Islamismo integrista, algo que mis voluntariosos colegas no siempre logran cuando una bomba en algún lugar del mundo mata a inocentes en nombre de postulados que ellos mismos acaban mezclando, y se les ve naufragar entonces en la difícil frontera ideológica-religiosa que en no pocas oportunidades los deposita en el ridículo ante ideas que ya no pueden explicar al público occidental.
Cuando en Occidente se habla de democracia, se esta refiriendo a la democracia como pacto político que precede a la consolidación de una sociedad civil estructurada. Esto no ha sido así en el mundo árabe por los últimos 80 años. Como su sentido etimológico sugiere, el principal significado de la palabra democracia es el gobierno del pueblo. El hecho que la democracia y el liberalismo no estén inseparablemente unidos se prueba por la existencia histórica de democracias no liberales y de autocracias liberales. La palabra liberal no refiere a quien gobierna, sino a la forma en que ese gobierno es ejercitado, lo cual nos permite definir la democracia desde un punto de vista instrumentalista.
La democracia, vista desde la cosmovisión europea-occidental, es contemplada como una solución en la que el pacto político precede a la consolidación del edificio social que otorga las bases al propio sistema democrático. Muy diferente es, y así debe entenderlo Occidente si desea comprender la realidad del mundo árabe, el costumbrismo aceptado en la mentalidad y la idiosincrasia árabe. Desde el punto de vista de su modelo político, los países árabes se pueden agrupar hoy en dos grandes grupos. Las autocracias de legado cuasi revolucionario, populista, o patrimonialista; y las autocracias teocráticas. Pero no hay diferencias ni tecnicismos al final del camino, ambas son dictaduras que conculcan los derechos de sus ciudadanos ya sea a nombre de unas ideas panarabistas y nacionalistas o a nombre de un Dios. Estos dos tipos de sistemas tienen una serie de rasgos en común. La concentración de poder en manos del jefe del estado donde las elecciones parlamentarias nunca han sido más que rituales vacíos y la independencia e inviolabilidad del poder judicial brilla por su ausencia. La permanencia de sus dirigentes en el poder obedece básicamente a tres factores inalterables a través del tiempo: “los ingresos del petróleo, una legitimidad derivada de la idea de que la misión del estado es defender la creación de la nación árabe o la integridad de la comunidad islámica; y el carácter hegemónico de las instituciones estatales”.
La crisis de la década de los 80 provocó un proceso de liberalización política diseñado para hacer frente a los problemas políticos que siempre se conocieron en el mundo árabe, pero que dejó intacta la estructura fundamental del poder en la mayor parte de los regimenes de aquellos países. Viejos tabúes de siempre (la existencia de Dios, la persona del Rey o el Presidente, el ejército) que aun hoy se mantiene con inusitado y renovado vigor. Treinta años después, las autocracias han demostrado su capacidad para mantener en el poder a las élites tradicionales, pero se están desmorando ahora. Pareciera que ya no alcanza con la mezcla de pluralismo guiado, elecciones controladas y represión selectiva como herramientas de sistemas políticos cuyas instituciones, reglas y lógica desafían cualquier modelo de democratización. En la mayoría de los casos, los dirigentes de las autocracias han sido tanto árbitros del juego político como patronos de las instituciones religiosas. Esta estrategia de islamización ha venido acompañada de la inclusión parcial de los movimientos islamistas moderados en la arena política y ha traído consigo una serie de efectos positivos como son la renuncia a la violencia de algunos grupos y su aceptación a reglas establecidas por algunos poderes políticos locales, por caso, y de momento, es innegable que la Autoridad Palestina en Ramallah ejerce cierto control sobre algunas facciones palestinas armadas que han ingresado en negociaciones y reconocieron la existencia del Estado de Israel, algo impensado hace 40 años atrás.
Pese a las reticencias de las autocracias liberales, lo que debemos rescatar como positivo es que el paradigma de la reforma democrática sigue vigente en el pensamiento mayoritario de los ciudadanos de los pueblos árabes. La reforma democrática no puede posponerse. Por ello, la promoción de la democracia debe seguir siendo un objetivo prioritario de la comunidad internacional que deberá considerar este punto como de vital importancia en aspectos futuros y relativos a la pacificación real, en ello y no en alianzas de civilización que no llevan a ningún sitio y configuran el mayor error estratégico de la dirigencia política europea es donde se deben centrar los esfuerzos, pero se debe tener en cuenta que uno de los principales problemas del mundo árabe es que la agenda Islamista tiene un electorado organizado, mientras que la no islamista o está controlada por los regímenes autoritarios, o carece de base organizada en la sociedad.
La complejidad sobre el escenario actual en el mundo árabe hace difícil ser optimistas sobre las posibilidades de que la democracia se consolide en el mediano plazo en los países que conforman el Mediterráneo y Oriente Próximo. No obstante, las élites de las autocracias liberales deben ser conscientes de que sólo a través de procesos políticos que aseguren la inclusión de todos los grupos importantes en gobiernos democráticamente elegidos podrán hacer frente a la intensificación de los conflictos sociales y al creciente recurso a la violencia política que ha dado lugar a movimientos antidemocráticos que hasta el momento solo han perjudicado a sus propios ciudadanos en términos de pacificación, modernidad y progreso. Occidente debe comprender que la crítica que se le hace no es a su estilo de vida, sino al doble estándar moral en la práctica occidental. Esta moral a dos velocidades la experimento el mundo árabe durante la colonización y hoy somos testigos de la dejadez de la comunidad internacional en la resolución de las cuestiones del Oriente Medio, todo ello es visto por los poderes árabes como la prolongación de ese espíritu colonial que marcó el siglo XIX europeo.
El problema no es menor. ¿Cómo defender la idea de lo Universal cuando parece claramente que es sobre una base étnica y religiosa que Occidente determina su política internacional? Para los detractores de lo universal, este tratamiento diferencial por parte de los occidentales de unos principios que ellos han elaborado muestra la imposible concretización de la idea misma de universalidad.
¿Qué decir entonces de los que ponen en duda el discurso universalista cuando revelan el peso de la identidad cultural en las exigencias de la conciencia europea y devuelven así la acusación que se hace a los pueblos árabes? Es evidente que si esta situación de moral con dos velocidades persiste, la fractura entre las dos concepciones del mundo no hará más que agrandarse y será muy difícil salir indemne de una guerra cultural, mal que le pese a los mentores de la alianza de civilizaciones.