Nadie podía creer que el Mulá fuera generoso, así que, cuando salía de la mezquita un viernes, y antes de regresar al palacio en dónde era huésped del emperador Tamerlán, le tendieron una trampa.
Al salir de la Gran Mezquita vio a un mendigo que le pedía limosna.
– ¡Ajajá! – le dijo el Mulá -. Seguro que tú eres uno de esos golfantes que piden por no trabajar, como muchos pícaros transeúntes.
– Así es, Mulá misericordioso.
– Y seguro que bebes vino, te vas a los baños a que te den masajes y te acuestas con mujeres.
– ¡Cómo lo has adivinado, Mulá, clemente!
– Claro, y seguro que ni compartes las limosnas con tu familia y hasta le pegas palos a tu mujer.
– Así es, santo varón, así es – respondió el mendigo.
– Bueno, – dijo el Mulá -, ¡toma para tus necesidades!. Y le dio un soberano de oro de la bolsa de limosnas que le confiara el emperador Tamerlán.
Pues bien, más adelante se topó con otro mendigo que le imploró diciendo
– ¡Ay, Mulá, clemente y misericordioso, que socorres a los humildes! ¡Apiádate de mí que observo la ley divina: no bebo, no fumo, no juego en las tabernas ni gasto el dinero en lujurias asquerosas! ¡Tampoco golpeo a mi mujer y voy cada viernes a la mezquita!
El Mulá lo escuchó circunspecto. Lo miró. Reflexionó ante la expectación de la concurrencia y le dio una moneda de un cobre.
– Pero, ¿cómo puede ser esto? – exclamó el mendigo alzando los puños- Al golfo que peca y no observa la ley, le das una moneda de oro y a mí que soy piadoso me das un cobre ¿es esto justo?
– Tú ya estás satisfecho y a él le aguarda un largo camino – respondió el Mulá, que aparejó su asno y se dirigió al palacio de Tamerlán.