Una curiosa observación. Cuando el ser humano toma conciencia de que su vida está a punto de terminar es cuando comienza a valorarla. Por ejemplo, ¿por qué ocurre esto en personas a las que les es diagnosticada una enfermedad en principio sin posibilidad de cura, como un cáncer terminal? Me pregunto cuál es el valor que otorgamos a la vida, al tiempo que nos ha sido entregado como seres humanos.
¿Qué es lo que nos ocurre normalmente? ¿Cómo vivimos? ¿A qué otorgamos la importancia en nuestro día a día?
Desde que nacemos vamos proyectándonos en demasía en aquello que en un futuro, a veces cercano, otras más distante, queremos lograr. Comienzan a llovernos los exámenes en el colegio, y ya vamos teniendo que organizarnos para poder sacar tiempo de cualquier sitio y dedicarnos a lo que tanto nos preocupa. Y, ¿cuándo ocurre esto? Comienza a suceder a partir de los 10 o 12 años, en función de lo ducho que seas con las operaciones aritméticas sencillas. Si eres más espabilado, comenzarás más tarde. ¿O será más temprano? Porque, ciertamente, a veces ocurre que aquellos que parecen más inteligentes a menudo lo son porque dedican más tiempo que la media a tareas en casa.
Van pasando los años, y lo que era el colegio se convierte en el instituto. De repente, lo más importante, si quieres seguir aprobándolo todo, es dedicar el tiempo que sea necesario por las tardes. Toda la mañana en el centro, y muchas tardes en casa haciendo deberes para el día siguiente. Sí que es cierto, todo hay que decirlo, que también es en esta etapa en la que notamos como nuestra cierta libertad. Libertad para saltarnos las clases, libertad para hacer o no los deberes, para quedarnos una clase en la biblioteca estudiando para el examen que tenemos en la hora siguiente y que no hemos preparado en casa.
Los años del instituto, con sus mañanas enteras bebiendo botes de cerveza y jugando al mus en el bar de la esquina llegan a su fin. Pero poco a poco ya hemos ido tejiendo ese entramado de obligaciones a futuro sin darnos cuenta. El espectro cada vez es mayor.
La universidad. Más cerveza, más mus. Y como no podía ser de otra manera, muchos más planes en tu elenco de cosas con las que atormentarte día tras día.
Poco a poco la vida se va llenando de actividades, de charlas, de personas, a veces interesantes, a veces personas que están en tu misma situación y que por consiguiente no te van a aportar nada nuevo. Su experiencia, sus ideas, sus vidas. Sí, pero nada diferente, en el fondo, a la opción que tú ya has escogido. Ellos tan solo se han decantado por otra distinta, pero al fin y al cabo, otra carta de la baraja. No hay nadie que cambie de mazo.
Y de repente te das cuenta. Sentado en tu despacho, en la oficina, ves que no hay nada de espontáneo, de nuevo, de impredecible, en aquello que haces a diario. Ves que todo cuanto te rodea se va empolvando, se va cubriendo de una fina y sutil capa que enmascara la realidad y te impide verla. ¿Es el problema el polvo que todo lo envuelve, o es ese polvo una creación tuya?
No puedo evitar volver a mi infancia. No puedo evitar volver a esos días en los que las vacaciones de verano eran cantidades ingentes de tiempo, manantiales inagotables de días libres en los que levantarse tarde, trasnochar jugando al escondite con mis primos y mis amigos. Tardes larguísimas hinchando globos con agua y haciendo guerras entre nosotros. No había ningún objetivo aparte del propio juego de ese momento. Y pasado mañana era un tiempo tan lejano, que ni pensábamos en ello.
¿Era la auténtica vida esa infancia, o lo es la que ahora llevo, pendiente exclusivamente de un momento que todavía no existe? ¿Qué pasaría si viviésemos como esos niños que tan solo han de preocuparse de vivir, y no de pensar? Y lo más importante, ¿cuándo dejamos de ser esos seres espontáneos? ¿Qué ocurriría en el mundo si de repente tan solo importase el presente? Á‰sta es una pregunta que puede invitarnos a una gran reflexión, puesto que de seguro a muchos nos vendrían a la cabeza argumentaciones que nos harían satanizar ese momento. El presente.
Pienso en lo siguiente. No importa el mañana, no existe. He de aprovechar el momento. No puedo estar aquí en el trabajo perdiendo mi tiempo, cuando el día es tan soleado ahí fuera. No puedo tan solo follar con mi novia cuando hay tantas mujeres esperándome en la puerta dispuestas a abrirse de piernas. No puedo sentarme y no hacer nada cuando hay tantas cosas por hacer. No puedo dejar de pensar en mis sueños… Carpe Diem dirían algunos. ¿Esto que acabo de relatar realmente es el presente? Nada más lejos de la realidad. Nada de eso es vivir en el presente. ¿Qué es? Para mí es miedo. Miedo a la muerte. Miedo a saber que nuestra vida es temporal y finita. Ese miedo nos provoca tal ansiedad que no podemos dejar de cuestionarnos cuanto nos rodea para posicionarnos en el otro extremo, en aquello que podríamos estar haciendo. No me refiero a ese presente. Eso no es vivir en el presente. Tan solo es el alimento que nuestra mente necesita para crecer auto engañándose, pensando que realmente ha conseguido trascender a las cadenas del tiempo. Pero no. Esos razonamientos no nos dan tranquilidad. Al contrario, nos la roban, nos privan del placer del momento.
¿Por qué digo todo esto? Porque necesito defender aquello que estoy argumentando. Muchos pensarán que no es posible construir un mundo si no se tiene proyección de futuro, y precisamente aquellos que piensan de semejante manera son los que sin duda pensarían que un vivir el momento sería exprimir cada minuto al máximo porque la vida se acaba. No viven el presente. Tienen miedo a la muerte. Esa es la verdadera realidad. Tan solo vive el presente aquél que no teme tal acontecimiento, por otra parte inevitable. Pero por todos los humanos de cualquier época de la historia temido.
¿Dónde está el presente? Paradójicamente es lo único que existe. Es lo único que realmente poseemos. No hay futuro, no hay pasado. Tan solo proyectos y recuerdos que pueden, o bien angustiarnos porque nos empeñamos en conseguir algo que no llega, o bien atormentarnos porque no somos capaces de aceptar aquello que ya ocurrió y para lo que no hay marcha atrás.
Me hace gracia como hoy en día usamos sin conocimiento alguno la famosa frase “Carpe Diem” sin ni tan si quiera tener ni puta idea de cuánto significa. No significa ansiedad. No significa miedo. No significa intranquilidad. Es mucho más sencillo que todo eso. Tan solo es paz. Tan solo es tranquilidad. Tan solo es aceptación. Tan solo es volver a esos veranos interminables pero sin añoranza por volver. Tan solo es comer saboreando la comida, pero sin buscar saborearla o intentar encontrar una experiencia pasada. Tan solo es beber un vaso de agua siendo consciente de cuánto nos aporta.
Creo que aquellos que saben que su muerte se acerca comienzan por ello a valorar esas cosas, porque de alguna forma, han podido perder el miedo a la muerte.